En los compases iniciales de Amadeus, un Salieri en el ocaso interpreta algunas piezas para su confesor. "¿Conoce esta canción?", le pregunta una y otra vez, mientras interpreta lo más granado de su repertorio. Las negativas se suceden, hasta que Salieri interpreta el Allegro de la Pequeña serenata nocturna de Mozart. El clérigo, entusiasmado, tararea la pieza, pensando que está frente a su creador, para disgusto de Salieri. La confusión no sería posible con la obra de Milos Forman, uno de los más relevantes cineastas de su generación, que falleció este viernes a los 86 años de edad. Porque el director checo, pese a haber trabajado durante décadas a sueldo de los estudios de Hollywood, no sólo no renunció a su estilo, sino que logró alcanzar el éxito, en todas sus vertientes, con un cine personal, insobornable e inconfundible.

La trayectoria vital de Forman está marcada, desde su infancia, por la lucha contra la opresión. Sus padres fueron apresados y murieron en campos de concentración por participar en la resistencia contra los nazis. Posteriormente, siendo ya un director prometedor, él mismo tendría que huir de Checoslovaquia por la represión soviética tras la Primavera de Praga de 1968. Para entonces ya contaba en su filmografía con películas estimables como Pedro el negro (1964) o Los amores de una rubia (1965), por lo que Forman encontró acomodo en los Estados Unidos, donde logró un éxito resonante con su primera película en el país: Alguien voló sobre el nido del cuco (1975). Clásico incombustible, el relato de un grupo de internos recluidos en un hospital psiquiátrico convención a la crítica y al público y le dio al checo fama y premios, entre ellos su primer Óscar.

En el personaje central del filme, ese McMurphy al que encarnaba un enorme Jack Nicholson, se aprecia la cualidad común a todos los protagonistas del cine de Forman, en clara conexión con su propia biografía: el carácter insumiso, la lucha incansable contra la opresión.

La música sería un aspecto central en su siguientes filmes. Hair (1979), adaptación del musical de Broadway, y Ragtime (1981), centrada en un pianista afroamericano que lucha por su dignidad en el Nueva York de principios del siglo XX, apuntalaron su posición en la industria y le permitieron poner en pie la monumental Amadeus, estrenada en 1984.

Barroca, excesiva, divertida, impactante, Amadeus se convirtió, en su mismo estreno, en un clásico instantáneo. A través de la competencia entre ese Mozart de risa aniñada, interpretado por un desbordante Tom Hulce, y el maquiavélico Salieri, un soberbio F. Murray Abraham, Forman hizo un auténtico tratado de la envidia y otra obra clave de su década. Fue su segundo Óscar como Mejor director y la película marcó para siempre la trayectoria de sus protagonistas. Pero no la de Forman, que aún tenía mucho cine que ofrecer.

Tras Valmont (1989), una película correcta que resultó perjudicada por sus comparaciones con Las amistades peligrosas (1988), de Stephen Frears, Forman encadenó otras dos películas soberbias. La primera, El escándalo de Larry Flint (1996), se centraba en la lucha por la libertad de expresión del editor de la revista erótica Hustler. De nuevo, un hombre enfrentado a la opresión, encarnado en este caso por Woody Harrelson, que tendrá que pagar un alto precio por su insumisión: si McMurphy perdía la razón y Mozart caía en la miseria, Flint acababa atado a una silla de ruedas.

La segunda, Man on the Moon (1999), inclasificable biopic del cómico Andy Kaufman, incide en otra temática habitual de Forman, ya presente en Amadeus: la reflexión sobre la naturaleza del talento y el carácter, de nuevo, insumiso de los grandes creadores. Un planteamiento también presente en Los fantasmas de Goya (2006).

Afincado en la costa este de Estados Unidos, la discreción marcó los últimos años de Milos Forman. Fue un ocaso apacible para un cineasta insobornable que nunca renunció a sus principios.