El actor francés Michel Piccoli, considerado uno de los grandes nombres del cine de su país, falleció el pasado día 12 a los 94 años, según confirmó su familia a medios locales. Autor de inolvidables papeles en clásicos del cine como El desprecio, de Jean-Luc Godard, Belle de jour, de Luis Buñuel, o La gran comilona, de Marco Ferreri, Piccoli falleció por un accidente cerebral. También productor, director y guionista, deja tras de si un rastro de 200 producciones en más de 70 años de carrera, además de trabajos en la televisión y el teatro, y multitud de premios, entre ellos el de mejor intérprete masculino en el Festival de Cannes de 1980 gracias a Salto en el vacío, de Marco Bellocchio.

En el universo de las estrellas del cine francés, de Alain Delon a Jean-Paul Belmondo, Michel Piccoli supo hacerse un hueco, el de un personaje normal, un antagonismo sobre el que desarrolló una enorme carrera centrada en su camaleónica capacidad de encarnar cualquier personaje. Quizá por ello Francia le consideró un actor excepcional pero le negó los premios César, que nunca le recompensaron pese a sus cuatro nominaciones.

Nada que perturbara a este actor de oficio, formado en la escuela Simon, que vio su nombre junto a casi todos los grandes directores del cine francés, pero que también trabajó con figuras importantes de otros países, en Italia, cuyo idioma dominaba bien, o España, con Luis García-Berlanga, o en la etapa francesa de Luis Buñuel.

Piccoli, más adulado por la crítica que por el público, se preocupó de que su trayectoria incluyera trabajos con jóvenes directores y arriesgó en papeles en los que, por su perfil, no parecían escritos para él, preocupado siempre por no encasillarse. En paralelo, se alejó siempre del foco mediático, salvo cuando quiso poner su fama al servicio de las causas que apoyó, siempre de la izquierda política.

Si en sus inicios coqueteó con roles de galán, pronto se vio dirigido en otras direcciones hacia papeles más comunes, más intelectuales, más reposados. Su trayectoria en el cine quedó marcada cuando en 1956 se cruzó en el camino de Buñuel, que le alejó del catolicismo familiar y le convirtió en uno de sus actores favoritos desde La muerte en el jardín, la primera de sus colaboraciones.

Con Buñuel trabajó también en Diario de una camarera (1964), Belle de jour (1967), La vía láctea (1969), El discreto encanto de la burguesía (1972) y El fantasma de la libertad.