A excepción de Blonde, ninguna de las otras candidatas este año al León de Oro ha llegado a la Mostra más envuelta de expectación que The Whale; quienes se encargan de elucubrar sobre estas cosas han decidido, mucho antes de tener ocasión de verla, que el actor Brendan Fraser debería ganar un Óscar gracias a ella. Hollywood, después de todo, tiene tendencia a premiar a aquellos intérpretes que experimentan cambios de apariencia extremos por una película, y en esta Fraser da vida a un hombre de 250 kilos. De todos modos, más que de esa transformación —lograda, ojo, no con un consumo desmedido de hamburguesas sino con efectos digitales y prótesis de látex—, The Whale es un escaparate de los impulsos más manipuladores de su director.

Aunque a nivel argumental se parece especialmente a El luchador (2008), la película que le proporcionó el León de Oro —ambas cuentan la historia de un hombre autodestructivo que intenta reconciliarse con su hija—, en realidad The Whale conecta con casi todas las otras ficciones de Darren Aronofsky, y lo hace a través de su fijación voyerista por el sufrimiento físico de sus personajes. Los protagonistas de Réquiem por un sueño (2000) sufrían amputaciones, síndromes de abstinencia y vejaciones sexuales; el de El luchador se gana la vida recibiendo palizas; Cisne negro (2010) incluye imágenes de pies ampollados, huesos que crujen y llagas que supuran. Aquí, Fraser es un profesor de Literatura que ha decidido comer hasta morir, y lo vemos asfixiarse, sufrir crisis hipertensivas, flagelarse engullendo porciones de pizza. La película incluye otros cuatro personajes que también sufren muchísimo, y que lloran y se gritan y se insultan y en todo momento demuestran qué desgraciados son mientras Aronofsky, por supuesto, se regodea haciéndolo pasar mal a ellos y a nosotros.

Pompa y morbo

Y es que, a pesar de todas las referencias a Moby Dick que hace para dárselas de lista, y de toda la pompa melodramática que exhibe mientras trata de convencernos de ser una reivindicación del amor y un alegato contra la gordofobia —al tiempo que se recrea en contemplar morbosamente la falsa grasa de su protagonista—, The Whale no es más que un ejercicio de miserabilismo disfrazado de oda humanista. Es posible que Fraser acabe ganando el Óscar por ella y, si eso finalmente ocurre, estará bien. Aunque su interpretación permanece oculta bajo capas y capas de falsa grasa, su capacidad para aguantar el sadismo de Aronofsky merece recompensa.

El italiano Emanuele Crialese también es un habitual de la Mostra, donde ha presentado a concurso su película más discutible. Situada en la Roma de los años 70, y protagonizada tanto por un niño atrapado en un cuerpo de niña cuyos intentos de reivindicar su identidad solo reciben incomprensión —Crialese se declaró transgénero hace unos días— como por su maltratada madre, L’immensità finge interés en hablar de disfuncionalidad familiar, amor maternofilial y sexismo socialmente aceptado, aunque en realidad Crialese usa esos temas sobre todo como pretexto para dar pruebas de su tendencia al esteticismo. La única virtud incontestable de la película es Penélope Cruz, que durante sus escenas baila, canta y hasta imita a Raffaella Carrà y que, cada vez que aparece por la pantalla, se la come.