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Shikamoo, construir en positivo

José Luis Quintela Julián

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Este artículo, como suponen, está escrito ayer, 15 de enero. El día en que nací, hace 48 años. Bueno, ahora 48 años y un día, lo que suma un total de 17.534 jornadas. Una celebración de cumpleaños que, como les he contado en otras ocasiones, es muy especial para mí. Hay personas para las que ese es un día más, indiferente. Para otras es un día horrible. Yo pertenezco a un tercer grupo, en el que este día, por lo que sea, se torna mágico y especial.

Y es que cumplir cuarenta y ocho años significa, ante todo, haber tenido la oportunidad de vivirlos. Y eso es, en sí, lo suficientemente mágico como para alegrarme el día, la semana y casi el resto del calendario hasta mi próxima cita con las velas y la tarta. Dirán que me conformo con poco para ser feliz, y seguramente es así. Son los cuarenta y ocho primeros años de mi vida. Lo demás,... si llega, está por escribir.

Pero fíjense cómo cambia la percepción de la edad al ir creciendo y modificándose la perspectiva. Les contaré hoy una anécdota que lo ejemplifica bien. Recuerdo, hace años, una jornada de tarde en la que yo mecanografiaba con esmero y contra reloj los textos de un Belén Viviente que representaríamos los chicos de Mocedade San Tomé, y que había que copiar para varias decenas de pequeños actores. Tendría unos trece o catorce años, y ayudaba con esa tarea a Sor María Jesús Paularena, genio y figura. Si vivieron por aquel entonces por la zona de la calle de La Torre o Monte Alto la recordarán. Una mujer incombustible y comprometida, que revolucionaba cada mañana a las ocho el poblado chabolista de Los Arcones para llevar a los niños al colegio, y que aún hoy presta sus servicios, con unos ochenta años, en La Cocina Económica de Santiago. Y todo ello después de haber pasado por Gijón, Guinea Ecuatorial, León y algún lugar más, siempre dispuesta a ayudar, a echar una mano.

Pues allá estaba yo, en los primeros pasos de mis recién adquiridas cuatrocientas cincuenta pulsaciones por minuto, aprendidas de Marisa y los tres libros del lento pero seguro método Caballero Martínez, a lo largo de dos cursos de la EGB, en la coruñesa Academia Cervantes de Don Manuel. Una habilidad precoz cuyo interés práctico es hoy algo menor con la generalización de los teclados de ordenador, menos sensibles a dichas capacidades. Y es que, con la tecla mecánica, la diferencia entre escribir bien o mejor a máquina era más importante y definitiva. El ordenador, que ha revolucionado totalmente ese mundo y muchos otros, requiere menos potencia y velocidad...

Pero sigamos con aquel día, tecleando yo... En un momento dado, un receso. Y, no sé por qué, surgió el tema de la edad. Y ante el comentario de Sor María Jesús de que tenía, precisamente, cuarenta y ocho años, recuerdo lo que pensé. No dije nada, pero su edad me pareció un mundo. Un acúmulo de años verdaderamente exagerado. Una cifra sinónimo de senectud supina... Ya ven lo equivocado que puede estar un niño, cuya realidad está distorsionada por la inexperiencia. Obviamente, ella siguió dando guerra treinta y cinco años más, contados hasta hoy. Y lo que siga y venga aún, que espero que sea mucho y muy bueno.

Y esta es la tesis de este artículo, que quiero compartir hoy con ustedes. Nuestra edad y nuestra experiencia son un tesoro. Un bagaje muy íntimo y personal, intransferible, que pertenece a cada uno de nosotros, y que nos hace crecer en capacidad y potencialidad. Algo que, como les he contado en otras ocasiones, he visto muchas veces recogido en el imaginario colectivo de otras culturas, a veces en persona, pero que parece que aquí no acabamos de creernos.

Edad y salud son compatibles. Edad y crecimiento personal también. Y edad y capacidad, en lo profesional y en lo personal, exactamente igual. Lo malo es el apoltronamiento, en todos sus sentidos, tanto mental como físico, en cualquier momento de la vida. La claudicación, tengas la edad que tengas. El abandono voluntario de las ganas de vivir. El aburrimiento crónico. La apatía y la desidia. El dejarse, sin cultivar el cuerpo y el espíritu. La edad es fascinante, y les aseguro que observo con ilusión, optimismo y lleno de energía como se perfila en el horizonte un no muy lejano comienzo de mi sexta década, esa que empieza a partir de que cumples cincuenta años. Si esta finalmente llega, espero que me encuentre de esa guisa, sereno y fuerte, y con tantas ganas de crear y construir como hoy mismo.

Si le cuento todo esto a usted, que quizá ni me conoce, es para invitarle a pensar de igual manera, si es que todavía no lo ha visto así. Cada día es una oportunidad única para disfrutar de ver el mar. Para caminar por el bosque. Para sentir la lluvia. Para deleitarse con el canto de los pájaros. O para sonreír al otro en los pequeños actos de la vida. Cada día puede usted ponerse una pequeña meta, o dos o cuatro. Y cada día, cada día, es único e irrepetible, escrito en nuestra historia personal con fuego y piedra. Cada día es luz y también, silencio. Y cada día es un caleidoscopio de todos los colores, de todos los estados de ánimo y de toda la fuerza, a veces incontenible y hasta ciclópea, que nos da el simple hecho de estar vivos.

He conocido a personas con las que he coincidido en diez miles a sus más de noventa años. Y a otros que les siguen de cerca. He compartido con octogenarios un bocata en lo alto de una montaña escarpada, aprendiendo de su experiencia y vitalidad. Y conozco a quien, sin poder andar físicamente, ríe abiertamente y se da a través de la conversación en mil y una etapas fascinantes de una andadura vital envidiable. Y a quien, con una situación verdaderamente difícil, hace de cada reto un nuevo estímulo, y sigue adelante. Cada día más en el calendario es una oportunidad única para renacer y redisfrutar. Para sentir y para amar. Y, como no, para construir vínculos que nos hagan todavía más mágico el camino, sea el que sea y discurra por donde quiera que vaya a pasar...

Bueno... sigo caminando. En la próxima columna ya nos meteremos con algo de la actualidad. Hoy no. Hoy es día de soñar...

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