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Honra para un coche

Los coches para mí tienen, aparte de su vida mecánica, una vivencia antropomórfica, vislumbro en ellos rasgos humanos y sentimientos que me inspiran. Lo conté hace años comentando el caso de una furgoneta arrumbada en el muelle de Bueu que lucía un papelón que decía Véndenme. Me pareció, y así lo escribí, "un asno derrengado por el trabajo, una vaca a la que se ha exprimido al límite, un caballo poco lustroso que sólo aspira a servir como montura de picadores?". Y concluía: "Véndenme, me venden, mi amo ya no me quiere". Recientemente se han conmemorado los 60 años del Seat 600, y en parangón se habló de la aventura industrial de Eduardo Barreiros y, entre otros detalles, del Simca 1000 que él fabricó aquí por los setenta. El relato no lo dejaba en buen lugar, como coche que pasó sin pena ni gloria, y no puedo, ni quiero, callarme. De línea más aparente -recuerdo el diseño que dibujó Pablo Ayesta en una revista popular emparejándolo con coches del momento- con sus 4 puertas, mejor habitáculo, también con motor trasero pero sin las deficiencias de refrigeración del 600, era un utilitario muy resultón. Con él hice cantidad de kilómetros en un par de años por las carreteras catalanas, sin el menor fallo. Así hago justicia porque también los coches, como las personas, tienen derecho al buen nombre.

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