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La feliz gobernación

Adolfo Gil

Posados robados y cirugía estética

Es evidente que no me refiero a las fotografías que aparecen en el colorín de la consulta del dentista, donde los famosos en el candelero de cada temporada explotan su imagen, porque alguien se la compra, cual futbolista que ve medrados sus ingresos por derechos de imagen después de una polémica jugada que se retransmite por todos los medios habidos y por haber.

Que una descendiente del dictador reclame en las revistas de la víscera, un ducado puede parecer chusco; pero la realidad sugiere que, por algún subterfugio legal -y me gustaría equivocarme- no hay quien le niegue la herencia del tal papelucho tan lucido como indecente.

No está reñida tal polémica con el comercio fotográfico y televisivo de las reconstrucciones, que no falsificaciones, de rostros, pectorales, glúteos y demás localizaciones anatómicas que explotan personajes que no tienen otro oficio y sólo este beneficio.

A nadie le cabe duda de que, también aquí, se dan las luchas intestinas, se soborna, se subasta la mercancía, cual lonja de pescado. Mas no quería centrarme en el comercio de abdominales, chilenas, penaltis o cambios de pareja; sino sugerirles la similitud de tales posados con los de las vidas académicas y laborales de ciertos próceres, ciudadanos y ciudadanas con cargos públicos ejecutivos o de representación que, más que maquillados, han sufrido multitud de intervenciones quirúrgicas para conseguir un perfil eficaz ante los medios y el electorado. No creo que hagan falta más explicaciones.

Desde hace muchos años, y trabajo costó, cualquier funcionario público, o aspirante a tal, ha de presentar papeles y papeles compulsados de todos sus méritos objetivos para acceder a un nuevo puesto de trabajo, en libre competencia y desnudándose académicamente ante sus compañeros rivales en buena lid; son públicos, no hay escapatoria, la falsificación es imposible para el común de los mortales en estas latitudes laborales. Pero siempre hay algún atajo, la cirugía estética permite acudir al clientelismo o al mercado de títulos expedidos -previo oneroso dispendio- entre otros, por cualquier chiringuito con el nombre de algún viajero a la Alcarria o de algún santuario americano de relumbrón que explota a pícaros e incautos.

No me ilusiona, me defrauda la catarata de destrucción más o menos voluntaria de currículos maquillados u operados a la que estamos asistiendo; me llega a la nariz el tufillo de los cesantes contemporáneos de Galdós, cuyo empleo dependía de que gobernasen unos u otros. Aunque, mal pensado y mejor atinado, puede que nos acerquemos más a los que, en la posguerra, buscaban certificados de ser afectos al régimen firmados por el cura de la parroquia o el preboste del somatén del pueblo para conseguir una cartilla de racionamiento o un puesto en abastos que facilitase el estraperlo.

A fin de cuentas Stefan Löfven es soldador, sindicalista y primer ministro de Suecia; no veo la necesidad de las fantasías.

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