Pascal solía repetir que “El hombre no es más que un junco, el más débil de la naturaleza, pero un junco que piensa”; y en estos tiempos de confinamientos, pandemias y volcanes en erupción; sus palabras azotan con virulencia mis entendederas.
Somos muy pequeños. Da igual lo alto que hayan subido algunos o lo bajo que hayan caído otros. Somos diminutos cuando de luchar contra los elementos se trata. La naturaleza, bella y virulenta a partes iguales, nos asemeja a todos.
El confinamiento nos enseñó, a la mayoría, cómo todas nuestras libertades y derechos podían verse condicionados y limitados por un bicho diminuto que se propagaba a la velocidad de la luz y sin saber muy bien cómo.
La pandemia nos mostró sin tapujos cómo el hombre se convirtió en un lobo para el hombre, tal y como sentenciaba la frase cuya autoría se atribuye a Thomas Hobbes. Nos demostró que todos podíamos ser enemigos en potencia de todos, al margen de ideologías, raza, sexo o religión.
La erupción volcánica que está arrasando la isla de la Palma, nos obliga a mirar de frente la fuerza sobrenatural que la tierra tiene sobre las personas y los que estas consideran sus dominios. Porque eso sí, el ser humano es muy dado a colonizar.
Una colonización que muchas veces acaba volviéndose contra nosotros mismos. No en vano, el presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador, exige por parte del Papa un perdón público, consensuado y socializado con respecto a la colonización por parte de los españoles de los territorios americanos.
El papa Francisco, quien se adelantó a este perdón en el año 2015, fue apoyado por su antecesor Benedicto XVI, que mencionó los “crímenes injustificables” durante la colonización. Y, aunque lo digan dos Papas o baje el mismo Dios del cielo a recordarnos que bastantes amenazas sin control nos persiguen como para ser enemigos los unos de los otros; una parte de estos juncos pensadores a los que hacía alusión Pascal, continúan sin querer ver ni oír el relato de una masacre que sucedió hace seiscientos años; pero cuando los ojos no ven, el corazón no siente.
La tierra ruge, tiembla, se enferma… y nosotros nos afanamos en pelearnos. Competimos sin cesar los unos con los otros. Buscamos guerra donde hay paz y sembramos discordia donde las cosas funcionan.
Es cierto que en nuestras imperfecciones tiene el orgullo un peso muy elevado. También es verdad que hay cosas que no se pueden tolerar y que nos llevan a la disputa o al malestar. Somos tan humanos como imperfectos, pero nadie es más que nadie como para invadir culturas, vidas y formas de entender.
Quizás, si las personas supiesen utilizar la palabra como extensión del pensamiento de un junco comedido, podrían tomar aire antes de tomar las armas. Pensar y actuar de forma pactada y conciliada… Claro que estos juncos que pensamos, no lo hacemos todos del mismo modo y he ahí el problema. Así que mientras tratamos de resolver esas rencillas a las que todos estamos abocados en uno u otro momento, deberíamos sopesar que —quizás— el enemigo ya no debería ser el hombre para el hombre, sino la tierra para los seres humanos.