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Confundiendo valores

Hace pocas semanas, mientras trataba de adoctrinar a una persona de mi entorno hacia lo que a mi entender era el buen hacer de las cosas, recibí por medio de su respuesta una especie de bofetada imaginaria.

El individuo en cuestión se afanaba en hacer una férrea defensa de lo que para él eran sus prioridades de vida —que poco o nada tienen que ver con las mías-— al tiempo que yo trataba de recurrir a la importancia de lo realmente importante.

En un momento dado, entre discursos filosóficos, ejemplos de vidas y discrepancias de toda índole, esta persona me espetó que lo único que ansiaba en su vida era lograr amasar una fortuna que le condujese a disfrutar de todos los lujos habidos y por haber.

Durante unos instantes escuché sus planteamientos —no exentos de cierta razón—, pero también comprendí que tenía la obligación moral de hacerle ver que, aunque pareciese un tópico, el dinero a raudales no es sinónimo de felicidad en las mismas cantidades… Y recordé la frase de Sabina de que alguien era tan pobre que solamente tenía dinero.

Nos hicieron creer que el lujo era lo inalcanzable y, sobre todo, que aquellos que lo lograban eran más hábiles que la mayoría… Sin embargo, con el paso del tiempo me he dado cuenta de que los verdaderos lujos se escondían en aquellas cosas que no sabíamos valorar.

La suerte de la vida, lo que ayuda a hacerla plena, es no tener que pisar un hospital, es pasear por la orilla del mar, es creer que mañana puedes empezar algo nuevo o darle un giro a algo viejo, es cumplir metas, tener familia y disponer de un puñado de amigos en los que poder confiar.

El mayor de los lujos no es conducir un coche de alta gama o vivir en la casa más grande entre las enormes, sino poder llenarla con los que quieres y estar seguro de que ellos te quieren también a ti sin esperar nada a cambio.

El lujo que me importa se basa en miradas de complicidad, en apoyos incondicionales, en ser ayudado sin necesidad de pedirlo, en sonrisas de esas que —sin saber por qué— hermanan las almas a la par que uno se siente un poco menos solo en este mundo al que hemos venido sin nada ni nadie y del que nos iremos del mismo modo.

Porque, antes del último suspiro, solamente quedará la sensación de haber crecido no solo en edad, sino de haber contribuido por medio de este pasar llamado vida, a hacer algo productivo para alguien, empezando por supuesto por uno mismo. El dinero jamás nos dará un abrazo, nos guiñará un ojo, nos dará un buen consejo, nos besará y—mucho menos— nos evitará lo inevitable.

Así que no pierdan el tiempo buscando la gallina de los huevos de oro y hagan en sí mismos una morada de belleza, luz, esperanza y amor; antes de que llegue la decrepitud, la oscuridad, la desazón y la desilusión. Y háganlo con el convencimiento de que es lo único que les hará verdaderamente ricos… Y felices… El verdadero fin de toda existencia.

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