La Semana Santa es la conmemoración anual de la pasión, muerte y resurrección de Jesús de Nazaret.

Es un período de intensa actividad litúrgica y religiosa en las distintas confesiones cristianas, que se manifiesta en las iglesias y demás lugares de culto y en la multitud de procesiones que recorren calles y plazas de los pueblos y ciudades de España y la mayor parte de los países sudamericanos de habla hispana. Las procesiones no son patrimonio único del cristianismo y existen también en otras confesiones religiosas como el hinduismo, el sintoísmo y el islam, para conmemorar acontecimientos históricos de las mismas.

En España las procesiones de Semana Santa tienen una historia secular asociada al nacimiento de Hermandades y Cofradías en los albores del Siglo XV. Según el profesor de Historia Moderna de la Universidad de Valladolid Javier Burrieza, fueron promovidas en su inicio por grupos de laicos que salieron a la calle a representar los distintos episodios de la Pasión de Cristo, de ahí que las primeras imágenes expuestas fueran del Crucificado y la Dolorosa.

Posteriormente, sería el Concilio de Trento el que regularía y potenciaría las procesiones, como instrumento de acercamiento al pueblo, mediante la exposición de imágenes, como medio más eficaz que el discurso bíblico de evangelización y acercamiento a la cultura popular.

La llegada de la Segunda República supuso un freno notable al auge y desarrollo de las manifestaciones religiosas, amparándose en la aconfesionalidad del Estado y especialmente en la laicidad e incluso clerofobia del nuevo régimen. El culto católico hubo de refugiarse en las Iglesias, se suprimieron subvenciones y ayudas y se restringieron intensivamente las actividades de Cofradías y Hermandades y consiguientemente las procesiones y actos litúrgicos en toda España, con mayor incidencia en zonas de Castilla y particularmente en Andalucía, donde los cultos y procesiones de Semana Santa tenían y tienen mayor relevancia y tradición.

Desde hace varias décadas, y al margen de la ideología de los Gobiernos de turno, las procesiones de Semana Santa gozan de gran aceptación popular, de apoyos y subvenciones públicas y privadas, del empuje y vocación religiosa de cofrades y del respeto de creyentes, laicos e indiferentes. Las procesiones de Semana Santa, con diferente intensidad según zonas, conviven con la cultura, la tradición, el turismo y la evasión, al margen de su contenido religioso secular.

En Galicia son especialmente conocidas y valoradas las procesiones y actos litúrgicos en Santiago, Lugo, Viveiro y Ferrol. En estas dos últimas ciudades dichos actos han sido declarados como Fiesta de Interés Turístico Internacional.

Tras este sucinto recorrido histórico no es entendible que en la España moderna, democrática y constitucional del siglo XXI, los autodenominados "alcaldes revolucionarios" traten de obstaculizar, y en algún caso prohibir o desvirtuar las celebraciones tradicionales de la Semana Santa, ignorando o despreciando el sentir de la gente común, como suelen definir al pueblo en sus proclamas.

Señores alcaldes: su inasistencia a dichos eventos religiosos es una opción ideológica respetable, aunque su obligación es ser "alcalde de todos", no solo de las minorías que les han votado; la retirada de apoyos o subvenciones para dichos actos es un error injustificable; pero la obstaculización o prohibición de dichos actos es, además de una falta de respeto a las personas y las tradiciones, una vulneración flagrante del derecho a la libertad religiosa y de culto, garantizado por la Constitución, que también obliga a los alcaldes sean sediciosos, rebeldes o simplemente revoltosos. Del mismo modo dichos actos están amparados en el derecho a la libertad de expresión, que con tanta vehemencia utiliza la izquierda cuando conviene a sus intereses. Si un escrache o el asalto a una capilla son libertad de expresión, ¿porqué no ha de serlo una simple procesión? Disculpen el pareado.

Estamos en un Estado de Derecho aconfesional, donde el laicismo y la religión pueden y deben convivir pacíficamente, como lo hacen en la vida ordinaria un laico y un creyente. No tiene cabida un laicismo anacrónico y excluyente, de falta de respeto a las tradiciones y sentimientos religiosos del pueblo, al que dicen representar. Los alcaldes, todos los alcaldes, deben ser ante todo gestores, que para eso les pagamos; no activistas, ni revolucionarios de salón. Por favor, no actúen como D. Quijote, confundiendo costaleros con maleantes, sitúense en el siglo XXI.

Y una apostilla final: recuerden que están de paso y las tradiciones seculares tienen vocación de continuidad. Respétenlas, al menos.

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