¿Recuerdan? El espectáculo ganador de la Gala Drag Queen del Carnaval de Las Palmas de Gran Canaria es más que una anécdota grosera. Es un síntoma elocuente de una enfermedad social que encuentra en la ofensa gratuita a los símbolos religiosos que han cimentado nuestra tradición una espita para evacuar su malestar y enmascarar su propio hastío.

La procesión en la que aparecía un joven travestido de Virgen, que luego se quitaba la ropa y se transformaba en Jesús, fue jaleada por un no desdeñable grupo de espectadores, a pesar de tratarse de una actuación grotesca, de nulo valor artístico y nula creatividad. La blasfemia, por mucho que se banalice, sigue siendo un recurso detestable, también, o tal vez más, en el marco de una sociedad plural como la nuestra.

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