El escándalo de las filtraciones masivas de datos de Facebook, como en 2013 el del espionaje político a través de ésta y otras redes sociales desvelado por Snowden, ponen de relieve dos cosas: por una parte, la ingenuidad de los usuarios que publican sin rubor toda clase de datos personales en ellas, y por otra, la falta de escrúpulos de quienes las controlan, que son capaces de vender esos mismos datos o tolerar su filtración ya sea a agencias gubernamentales o a agentes privados que luego los utilizan para hacer propaganda, a menudo manipulando la información. Hay quienes reclaman la desconexión total de las redes y no les falta justificación. Sin embargo, los beneficios que muchos obtienen de ellas llevan a buscar una vía intermedia basada en dos tipos de acciones: en primer lugar los usuarios deberían evitar la publicación de datos íntimos, no revelar completamente su personalidad y, en general, tomar cierta distancia de unas redes que ofrecen un servicio aparentemente gratuito solo porque sus propios perfiles son la mercancía con la que se comercia; en segundo lugar, los gobiernos deben ejercer un mayor control sobre las prácticas indeseables de las compañías tecnológicas regulando por ley el uso que realizan de la información de los particulares, sometiéndolo a un códico ético por el que los datos personales no puedan ser manejados de cualquier modo. Las claúsulas para el tratamiento de estos datos tienen que ser transparentes, expuestas en lugar preferente en los contratos, y no figurar en letra pequeña entre decenas más como ahora. Las nuevas tecnologías pueden constituir un gran avance si se emplean al servicio de las personas pero los abusos y manipulaciones realizadas a través de las mismas nos conducen a una nueva versión del 1984 de Orwell, en la que la que el control es total y la libertad es meramente una sensación ilusoria.

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