El café ha sido uno de los temas más fértiles que ha tenido la literatura moderna. De la relación del café con la ciudad, con la bohemia y, por supuesto, con la literatura, se podrían escribir cientos de páginas y el asunto no se agotaría. Si me perdonan la redundancia, diría que no pocas páginas sobre el café, se han escrito en el café tomándose el escritor una taza de café. La homofonía no debería confundirnos porque se trata de tres cafés absolutamente distintos. El arranque de la saga cafetera estuvo naturalmente en el brebaje, en la negra infusión oriental que se extendió por todo nuestro continente a lo largo del siglo XVII, pero aquel café-infusión -y esto es lo que aquí nos importa- dio luego paso a todo el fantástico universo del café-lugar que, haciéndose cultura y civilidad, nos deja después magníficas páginas en ensayos, poesías y novelas.

El viejo café ha sido un magnífico paisaje literario, posiblemente por su inequívoca condición metafórica. El café era un lugar de sedimentación. Y como un espejo que reproducía -en ocasiones distorsionado, pero se contaba con ello- todo lo que sucedía de puertas afuera.

El pago de una modesta consumición legitima la ocupación de una mesa que casi siempre será la misma y que así deviene despacho precario pero propio o, más precisamente, apropiado, estimulante, un lugar que a determinadas horas puede ser luminoso, tranquilo y caldeado. También es cierto que para escribir en el café es imprescindible mantener una cierta complicidad con el dueño del local, para que no nos desalojen por la permanente ocupación de la mesa como hace doña Rosa en La Colmena celiana, novela que tiene su epicentro en el café. Autores como Pla, Sender, Baroja, Larra, Umbral, Benet, Camba, Cunqueiro, Ridruejo, Delibes, Perucho, Gil de Biedma y Gómez de la Serna, entre muchos otros, han confesado su inveterada costumbre de apalancarse en un café para escribir. Y también lo hicieron personajes más sesudos como Roland Barthes, Zweig, Walter Benjamin, Habermas o George Steiner. La relación sería interminable.

El viejo café era de los pocos sitios en los que se podía estar a solas y, sin embargo, sentirse acompañado. Era un lugar privativo y compartido, un ámbito intersticial entre lo público y lo privado. El café era un escenario de rituales y tipologías humanas, en el que cada parroquiano interpretaba su papel que, aunque no tenía guión, era absolutamente predecible en sus apariciones, en sus gestos, en lo que decía y dejaba de decir. En el viejo café todos o casi todos se conocían, circunstancia que creaba una cálida familiaridad y camaradería. Y el café era, también, un mundo de continuas paradojas: en el café pasaba de todo, pero, por otra parte, nunca pasaba nada. En el café todo cambiaba para seguir igual. Estaba siempre en movimiento y, sin embargo, daba la impresión de una absoluta calma. Los rostros cambiaban según las horas, pero se mantenían los corrillos alrededor de las mismas mesas y persistía una base fija de parroquianos que eran como el común denominador, el nexo que daba continuidad y ligadura a una pluralidad siempre necesaria, porque nada era peor que el café endogámico y exclusivo, el casino de una sola tribu. El viejo café era, en fin, como un puerto de mar: mientras unos llegaban, otros se iban.

Aquel viejo café, sin embargo, a pesar de sus méritos, fue languideciendo y finalmente desapareció, víctima de la aceleración que nos ha impuesto la vida de hoy. El café sufrió las mismas transformaciones que la ciudad de la que era parte sustantiva. A partir de la segunda mitad del siglo XX, el café degeneró en bar y cafetería. Walter Benjamin, asiduo del café Prinzess de Berlín, donde escribió buena parte del Origen del drama del barroco alemán, comenta que su trabajo se vio abortado cuando el Prinzess se convirtió en una cervecería-restaurante. Confiesa que vivió aquel cambio como un desahucio. En toda Europa, el café se fue convirtiendo en algo meramente atópico y epilogal, en un ámbito anacrónico. El café quedó demodé. Resulta curioso, sin embargo, que aunque el viejo café no ha encontrado sustitución, a los lugares en los que chateamos les llamamos cibercafés y reproducen virtualmente la función socializadora del viejo café. También hemos intentado reproducir la atmósfera del viejo café o rehabilitar los que quedaban en pie -el Florián en Venecia, el Central en Viena o el Zúrich en Barcelona-, pero sólo hemos conseguido una penosa museización, una fetichización caricaturesca, un escenario para turistas. Burdas copias. Cafés sin alma porque les falta lo esencial, la atmósfera que creaban sus parroquianos, los asiduos personajes del café. Y nada es ya lo mismo. Los cafés de hoy sólo quieren transeúntes desleídos y ambulantes, aves de paso. Hoy no tenemos tiempo para hacer estancia en el café y ésta es la razón de que se haya impuesto ese bar tubular que apenas tiene mesas y en los que todo se reduce a una larguísima barra con taburetes para que la incomodidad nos haga levantar las posaderas. Tampoco se trata de lamentar la desaparición del viejo café que, por lo que decimos, resulta inviable. Al fin y al cabo, es algo que ya predijo Gómez de la Serna con su tajante afirmación: "Los cafés son humanos, demasiado humanos, así que mueren porque son mortales".