La prima de riesgo y el interés de la deuda española se relajaron nada más anunciar el jueves el Banco Central Europeo (BCE) que comprará bonos de los países en dificultades que pidan el rescate. Pero la distensión durará solo en la medida en que se den pasos hacia adelante. Ésta es la gran presión que acecha ahora al Gobierno español.

Si no hubiese avances, la tensión volverá. Igual que rebrotó de forma vigorosa en agosto, cuando la falta de decisiones y el enconado debate interno en la UE sobre la legitimidad de la compra de deuda por el banco central reabrieron las incertidumbres y el diferencial español volvió a alcanzar niveles muy cercanos a aquéllos que el 26 de julio hicieron cundir la alarma y precipitaron las escuetas 18 palabras del presidente del BCE, Mario Draghi, que actuaron temporalmente como bálsamo: "Dentro de nuestro mandato, el BCE hará todo lo posible para proteger el euro. Y créanme, será suficiente".

Desde la cumbre del Consejo Europeo del 28 y 29 de junio, los países más castigados por los mercados (España e Italia) buscan una salida a la fortísima presión de los diferenciales de riesgo, que elevaron los costes de financiación de sus Tesoros a niveles inasumibles. Los dos Gobiernos lo plantearon como un pulso soterrado con sus socios y el BCE.

Mario Monti (Italia) y Mariano Rajoy (España) presionaron a Europa en los días previos a la cumbre del 28 de junio para que el actual fondo de rescate (FEEF) y el futuro (MEDE) acudieran en auxilio de su Hacienda comprando bonos para rebajar las primas de riesgo. Ambos gobernantes dijeron que el coste al que se veían obligados a financiarse era "insostenible" y que por ello urgía una actuación inmediata.

Pero tras presentar como un triunfo del ala sur europea sobre Merkel y la ortodoxia alemana la aceptación de la compra de deuda soberana por los mecanismos de estabilidad financiera (el MEDE ya lo recogía entre sus objetivos fundacionales), Monti y Rajoy dijeron que no solicitarían la compra. "No nos urge", dijeron casi al unísono.

Europa y Merkel habían dicho sí a la petición del nuevo eje Roma-Madrid-París, pero sujeto a un fortísima condicionalidad: la compra se haría solo si el país en dificultades lo pedía formal y oficialmente y previa aceptación de un pliego severo de condiciones que limitaría la soberanía nacional en política económica y presupuestaria.

Así que la presión española (Italia apenas se significó a partir de entonces) se concentró en la otra alternativa: exigir la intervención del BCE, en la confianza de que reactivase su programa extraordinario de compra de deuda de países con primas muy elevadas que había mantenido en vigor -con gran enojo del Bundesbank, el banco central alemán- entre mayo de 2010 y febrero de 2010 y que, en principio, no incorporaba exigencias específicas ni una mediatización severa -más allá de orientaciones indicativas- de la política nacional.

El ataque verbal al BCE fue en aumento por su falta de respuesta. El 20 de julio, el ministro español de Asuntos Exteriores, José Manuel García-Margallo, acusó al BCE de ser un "banco clandestino" y de "no hacer nada" para "parar el incendio de la deuda pública".

Dos días después, el vicesecretario de Estudios y Programas del PP, Esteban González Pons, proclamó: "Si el BCE quiere, esto se acaba el lunes. Y si no se acaba el lunes es porque el BCE no quiere". Y todavía el lunes pasado, la vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría, sostuvo que al BCE "le corresponde trabajar para que la moneda única lo sea de verdad".

La respuesta del BCE se demoró casi mes y medio, hasta este jueves. El Bundesbank se pasó este tiempo exigiendo al banco emisor europeo que se mantuviese firme en la defensa de su estatuto de independencia y en el escrupuloso cumplimiento de su exclusiva misión monetaria, que le incapacita para financiar a Estados e intervenir en el auxilio a países y que tampoco le permite asumir las funciones del inexistente tesoro único europeo, cuya creación corresponde a los 17 gobiernos del euro.

Al final, el banco central se ha situado en una posición intermedia entre los dos grandes bloques de presión. Alegando la necesidad de corregir las perturbaciones que en algunos países del euro, y a causa de la crispación de sus primas de riesgo, vienen impidiendo la aplicación estricta de la política monetaria dictada por el BCE en Francfort, el Eurobanco se compromete a intervenir con compras en el mercado de deuda pero devuelve a España e Italia a la casilla de salida: antes deben acudir al FEEF o al MEDE, pedir la ayuda, negociar y acatar un programa de condiciones "muy estrictas" en su política macroeconómica y cumplirlas bajo una severa vigilancia de la UE, el FMI y el BCE. Es decir, deben aceptar la intervención y el rescate, justo las palabras malditas que los dos mayores países del Mediterráneo llevan tres años tratando de evitar a la desesperada.

Así que a 8 de septiembre, hemos vuelto al punto en el que estábamos el 29 de junio, cuando a Merkel se la presentó con precipitación como derrotada por la alianza de Monti, Rajoy y Hollande al claudicar de forma aparente en la aceptación de que los mecanismos europeos de rescate accediesen a comprar bonos nacionales. Pero aquel mismo 29 de junio Merkel ya había tranquilizado al parlamento alemán: "No habrá prestación sin contraprestación".

Así que tras un largo rodeo, España, que había cifrado todas sus esperanzas en el envite que lanzó al BCE para obtener de él la ayuda que precisaba pero eludiendo la solicitud del rescate, se ha encontrado con que el presidente del Eurobanco, Mario Draghi, le ha devuelto el órdago: Si quieren ayuda, pídanla. Y si la piden, acepten el precio político y económico de una cesión parcial de soberanía.

Esta exigencia se justifica en que el conjunto de los contribuyentes de la UE pasarían a asumir de forma mancomunada el riesgo inherente a la deuda de los países socorridos y que, en consecuencia, sus socios deben garantizar la recuperación de los recursos que se movilicen. Los acreedores públicos (UE y BCE) asumirán así una posición de control exigente con la ayuda del FMI.

Italia y España reaccionaron este jueves con más cautela que el 29 de junio pero con la misma falta de entusiasmo que entonces por el mecanismo de ayuda que se les ofrece: "Creo que Italia no necesitará la ayuda", dijo Mario Monti, y Mariano Rajoy, más prudente, sostuvo que no opinará hasta conocer los detalles.

Pero los detalles -es decir, el precio y las condiciones de la ayuda- solo se sabrán cuando se abran las negociaciones entre los países solicitantes y el resto de sus socios. Todo apunta a que serán trajes a la medida. De modo que cada país recibirá un trato específico, con condiciones más o menos severas en función de sus circunstancias, de sus fundamentos macroeconómicos y sus desequilibrios, de su situación financiera y de la fiabilidad que hayan demostrado hasta ahora en el cumplimiento de los objetivos de déficit.

Y es ahí donde están esperando Alemania y sus aliados del centro y norte de Europa para imponer sus condiciones a los vecinos del sur. En el BCE, Alemania está en minoría porque no tiene más peso aritmético que otros socios. Pero en los mecanismos de rescate la mayor potencia europea y principal guardián de la ortodoxia económica y el rigor presupuestario sí puede hacer valer su peso en el capital y su elevada capacidad por ello de condicionar las decisiones: en el Fondo Europeo de Estabilidad Financiera (el provisional EFSF o FEEF) Merkel aporta el 29% de los fondos y en el definitivo y permanente Mecanismo Europeo de Estabilidad Financiera (ESM o MEDE), que sustituirá al FEEF si el miércoles el Tribunal Constitucional alemán no falla en contra, Berlín contribuye con el 27%.

Lo que sí se conoce desde este jueves son las condiciones del BCE. Sólo comprará bonos -una vez pactado el rescate e intervención- en el mercado secundario o de segunda mano. Es decir, aquel en el que se negocia entre inversores deuda preexistente y no bonos de nueva emisión. Por lo tanto, el BCE no comprará deuda directamente a los Estados (mercado primario), lo que vulneraría de forma flagrante el mandato que le impide financiar a los Gobiernos.

Las compras que haga el BCE se suspenderían si el país relajase el cumplimiento de las contrapartidas a las que se haya comprometido. Es más, en ese caso, el BCE podría vender en el mercado abierto la deuda ya adquirida, lo que reduciría el precio de los títulos por exceso de oferta y haría rebrotar de inmediato su rentabilidad y prima de riesgo. De este modo, los países auxiliados sentirán permanentemente en la nuca la pistola amenazante de Draghi.

El BCE retirará liquidez del mercado por un importe equivalente al dinero que el BCE inyecte para la compra de los bonos. Con ello satisface la máxima inquietud alemana: que no se genere una expansión monetaria, lo que en sí misma conllevaría el germen de un alza potencial de la inflación.

La compra sería "ilimitada", es decir, indefinida, no precisada en su cuantía, ni en su finalización ni en los objetivos de rendimiento que se juzgarían tolerables para los bonos del país. Con ello se trata de impedir que los especuladores conozcan a priori una información que les permitiría modular sus estrategias en virtud de la planificación previa del Banco Central y de su programa de compras.

El BCE hace además un gesto capital para tranquilizar al resto de inversores en deuda soberana del país: el Eurobanco renuncia a su condición de acreedor preferente en caso de que el Tesoro nacional tuviese dificultades para amortizar su deuda y reintegrar el dinero a los ahorradores. Con ello, el banco emisor trata de prevenir que su entrada en el mercado pudiera poner en fuga a otros inversores si pasasen a ser acreedores de segundo orden en la prelación de cobro.

Y, por último, las adquisiciones se harán en los tramos cortos de la deuda: bonos con vencimiento a un máximo de tres años. Esta medida tiene cinco objetivos: dejar sentado que se trata de una política de compras extraordinaria, selectiva y excepcional; tranquilizar al Bundesbank y garantizarle que el BCE no vinculará su destino y su solvencia y credibilidad a la de los países en peligro a largo plazo, rebajar las tensiones con el empleo de la menor potencia de fuego posible, dejar a los países bajo la presión de los mercados más allá de ese tramo para que no desatiendan sus ajustes y buscar la máxima eficacia.

Las tensiones de la prima de riesgo española se concentraron en los últimos meses de forma especial en los plazos cortos, al extremo de que los tipos de los bonos con ese vencimiento se aproximaron peligrosamente al de los títulos a diez años o más. Es lo que se conoce como el aplanamiento de la curva de tipos, que estaba anticipando los riesgos de un impago o salida del euro inminentes.

Al concentrar el BCE su actuación en ese tramo persigue desactivar esa alarma, pero a sabiendas además de que si se reducen los tipos en los bonos a menos de tres años, el efecto acabará propagándose sobre los tipos a largo, como de hecho está ocurriendo desde el mismo jueves en que el BCE anunció una actuación -aún no producida- sobre los tipos a corto.

Esto es así porque al hundirse los rendimientos de los bonos a corto, el mercado anticipa que la demanda de quienes están dispuestos a invertir o permanecer en la ahora cuestionada deuda soberana optarán por migrar hacia los títulos a largo plazo para mantener su tasa de rentabilidad, con lo que el aumento de la demanda revalorizará tales títulos y, en consecuencia, también se reducirá su rentabilidad.

En la tesitura actual el Gobierno español está ante una disyuntiva diabólica. Si renuncia a pedir el rescate, tendrá que seguir afrontando un coste para financiarse que el mismo ejecutivo ha tachado de "insostenible". Y, aun cuando fuese soportable, ese sobrecoste está restando cuantiosos recursos para otros fines. El servicio de la deuda ya supone tanto como la cobertura del desempleo: más de 30.000 millones anuales en cada caso. Y, peor aún, de continuar la vertiginosa tendencia alcista de la prima (el diferencial español se duplicó en los primeros siete meses del año), el Estado se vería obligado a más ajustes y medidas impopulares que hundirían aún más la economía. Y el agravamiento de la recesión, por un lado, junto con el alza de los costes financieros del Estado, por otro, llevarían el déficit público a una situación infernal.

Pero si España acude al rescate, el país debe afrontar el temido coste de la estigmatización, asumir una mayor pérdida de soberanía y autogobierno y sobrellevar el coste político interno inevitable. Y a ello se suma la duda de cuántos nuevos sacrificios exigiría Europa a la ciudadanía española.

Pero España tiene muy difícil negarse a pedir el rescate. Porque ha sido el Gobierno más beligerante en sus reproches y exigencias al BCE para que comprase deuda -por lo que ahora tendrá mucho más difícil que Italia ampararse en la retórica de que no lo necesita- y porque no dar el paso llevaría al país a un rebrote incontrolado de la espiral de la prima de riesgo. El mercado descontaría de inmediato en tal supuesto la salida de España del euro y anticiparía los efectos anexos: una devaluación monetaria aguda y una elevación súbita de los tipos de interés a niveles asfixiantes.

La alternativa que le queda a Rajoy probablemente ya no sea otra que negociar para minimizar lo más posible la nueva factura de recortes y sacrificios que Europa pretenda imponer a España por acudir en su auxilio.