La imagen de estas últimas semanas, con los jubilados movilizados en la calle en protesta por la mínima subida de sus nóminas (0,25%) y por su segundo año de pérdida de poder adquisitivo (la inflación media fue del 2% en 2017 y es por ahora del 0,85% en 2018), la predijo Ignacio Zubiri, catedrático de Hacienda Pública, en una entrevista con este diario en 2016: la reforma que desde 2014 había desvinculado la subida anual de las pensiones del coste de la vida y la ataba a la salud financiera de la Seguridad Social "traerá conflictividad social" en cuanto la inflación vaya recuperando la normalidad (entonces estaba en negativo), decía el economista vasco. Zubiri es uno de los intelectuales críticos con la forma y con el momento en que se reformaron las pensiones en España. Los cambios decididos en 2011, con el PSOE en el Gobierno (aumento progresivo de la edad de jubilación a los 67 años, entre ellos), y en 2013, con el PP (incluido el cambio en la revalorización), se hicieron en ambos casos en mitad de la Gran Recesión y bajo presión de las autoridades europeas. Ello fue determinante para que los ajustes se centraran en el gasto (recortando la generosidad de las pensiones, en especial para los jubilados de futuro) y casi ninguno en los ingresos. Ahora la cuestión está en este último lado, y no hay muchos indicios de que vaya a haber un debate sereno y productivo.

El punto de partida es una expectativa alarmante y, digamos, dos formas de negacionismo. La expectativa de que, con la regla del 0,25%, los pensionistas perderán a largo plazo el 30% de su poder de compra. Una primera versión del negacionismo se entresaca de una consigna sindical escuchada estos días según la cual el de las pensiones "no es un problema económico, sino de voluntad política". Suena a que hay soluciones simples, a que apretando un botón se pueden subir las paga y abonarlas también cuando en el futuro lleguen hasta ahí los hijos del baby boom.

Otro negacionismo es el del Gobierno, con su consigna de que el crecimiento económico y del empleo lo curará todo sin que sea preciso apuntalar las pensiones con mayor presión fiscal (como impuestos distintos a las cotizaciones sociales).

De las aportaciones que han hecho los expertos durante el último año de trabajos en la Comisión del Pacto de Toledo se infiere que no hay más receta posible que la suma de muchas medidas y todas complejas. Financiar las pensiones con impuestos puede ser una solución parcial, pero según como se diseñe habría riesgos de regresión en la distribución de los esfuerzos: como que un trabajador en activo quedase obligado a tributar para subirle la pensión a un jubilado que cobra más que él. La forma que defiende el PSOE para evitarlo es crear dos impuestos sobre la banca y las transacciones financieras que aportaría 1.660 millones. Convendría examinar bien antes si esa carga fiscal recaería sobre los bonus de los directivos y los dividendos de los accionistas o la soportarían aguas abajo, en el precio del crédito, una familia mileurista que compra una nevera o un autónomo que usa una línea de descuento.

Cerrar la brecha entre gastos e ingresos del sistema público de pensiones requiere unos 16.000 millones al año y ni social ni económicamente es aceptable hacerlo a costa del empobrecimiento de los jubilados presentes y futuros. Frente a la fe del Gobierno en el desempeño económico, hacendistas como Zubiri o Ángel de la Fuente creen que no bastará con el avance del PIB, máxime con el historial de baja productividad de España. El debate sobre las pensiones es por esto último también una oportunidad para reflexionar sobre las cosas que el país puede hacer para mejorar con las luces largas la calidad del crecimiento y del empleo: reformar la educación, la Administración y la regulación laboral, enfocar los incentivos hacia las actividades emergentes y más valiosas, estimular nuevas formas de financiación... Poner cimientos que generen más riqueza en el futuro y distribuirla mejor para evitar tener una sociedad pobre además de envejecida.