Diríase que la reciente guerra de Georgia pertenece, en este mundo sin memoria, a ese género de catástrofes de agosto que suscitan la atención de la prensa y de nuestros sentimientos por una única razón: porque los políticos y la política están de vacaciones y hay hueco sobrado para ellas en los periódicos, en los noticiarios y en nuestro corazón, dilatado por el estío al parecer. Sin embargo, ese conflicto salvaje dirigido por gentuza que en nada aprecia la vida humana no sólo hunde sus raíces en la historia, particularmente en los últimos dos siglos de colonialismo ruso, sino que, por esa razón, sus efectos y sus consecuencias habrán de seguir proyectándose en el futuro, que es tanto como decir que por los valles y los barrancos del Cáucaso volverán a fluir ríos de sangre.

El colonialismo ruso, al contrario que el español, el francés, el inglés o el norteamericano, lo fue siempre de proximidad geográfica, esto es, de expansión invasiva hacia las naciones vecinas, de occidente sobre todo. Así fue con los zares, así con los bolcheviques, y así retorna a ser hoy con el grupo dirigente que se apoderó de Rusia en la descomposición de la Unión Soviética, y que ahora, recuperado de ese marasmo y fortalecido y excitado por la posesión y el control del oro energético, lanza su poderosa máquina militar para reemprender la conquista de territorios, empezando, como es lógico, por la recuperación de aquellos que al desaparecer la URSS obtuvieron su independencia. Así pues, frente a una Europa inane en lo político, pues se rige por el mero interés de los mercaderes, y a unos Estados Unidos en decadencia, se yergue de nuevo la Rusia Imperial de los zares o de los soviets, si bien en esta ocasión blandiendo el arma insuperable del gas y el petróleo.

Conviene, desde luego, repasar la historia, pero no sólo para explicarse los sucesos de Georgia, sino para recordar el grado de horror y brutalidad despiadada consustanciales a toda guerra, pero más, si cabe, a las del Cáucaso, guerras siempre de erradicación y exterminio genocida. Y conviene recordarlo ahora, en septiembre, cuando los políticos nacionales vuelven de sus vacaciones y ya no hay hueco en los medios para las tragedias de agosto, tan remotas.