De todas las fantasías literarias que he tenido a lo largo de mi vida una de mis favoritas tiene que ver con la historia que viví en el Berlín dividido durante un lustro, hace casi veinte años, al lado de Marenka Dementieva, la agente soviética cuyos labios me resultaron en un momento dado tan excitantes como el más suculento de los pecados y tan tóxicos como la peor propaganda del Kremlin. Nos conocimos una noche en aquella boite casi sin público a espaldas de la avenida Unter den Linden en la que yo tenía por costumbre pedirle de madrugada al barman alguno de aquellos consejos tardíos y redentores que yo escuchaba sin el menor propósito de sacarles partido para cambiar de vida. Una de aquellas madrugadas el barman me dijo que las mujeres verdaderamente interesantes son aquellas que por no perder la compostura resisten cualquier desgracia, incluida la contrariedad de enamorarse de un hombre al que, por alguna extraña razón que él desconocía, suelen tolerarle solo aquellos errores que por principio puedan parecer imperdonables. Durante una de nuestras charlas a deshora entró en el local una delgada mujer casi sin sombra, de unos cuarenta años, con el cuerpo recogido como un fardo de leña en la paquetería de una gabardina con tantos pliegues como si acabase de atropellarla un ómnibus. Cinco años más tarde, en octubre del 89, Marenka Dementieva me pidió por teléfono que acudiésemos por separado al mismo local y a la misma hora en la que nos habíamos conocido. "Quiero revivir las circunstancias en las que empezó lo nuestro -dijo- porque el mundo está a punto de dar un golpe de timón y no estoy segura de que volvamos a coincidir a flote en la misma marea". Iba a pedirle alguna precisión pero me despidió con un encargo que me dejó aun más intrigado: "Ven con alguna foto tuya. Mi corazón está calculado para resistir cualquier fracaso, cielo, pero mi maleta no soportaría salir de Berlín con las manos vacías". Yo acudí a la cita con una fotografía mía y ella se presentó trayendo el disco con la vieja y melancólica canción de Vera Lynn que habíamos bailado en aquella boite la noche que cuajó lo nuestro. Había escuchado antes muchas veces The White Cliffs of Dover e incluso recordaba haberla bailado con alguien en otro momento de mi vida, pero con Marenka Dementieva en mis brazos la voz de Vera Lynn evocando los acantilados blancos de Inglaterra dejaba de ser la banda sonora de un vago recuerdo para convertirse en el salmo de una auténtica liturgia, casi en un sacramento. Ahora suena mientras escribo y me produce agridulces emociones encontradas. No había vuelto a escucharla desde aquella noche de octubre del 89, cuando Marenka Dementieva me dijo que el mundo iba a cambiar tanto de un día para otro que ni siquiera seríamos los mismos en nuestros autobiográficos espejos de cabecera. Temerosa de que el final de la canción se interpusiese entre nosotros antes de haberme dado explicaciones, aquella noche Marenka no dudó en ser más concreta de lo que nunca antes había sido al hablar conmigo: "Lleva semanas llamando a las puertas de la Historia ese día que una noche en este mismo lugar te dije que no tardaría en llegar. Se acaba una época, nuestra época, y a cada uno de nosotros su sentido del deber le impondrá un rumbo distinto. Ya sé que te hice promesas, pero, ¿sabes?, me educaron para que mi corazón jamás decida en contra de mis consignas. Aunque he sido instruida para no sucumbir a las emociones, los restos de mi intuición femenina me dicen que no volveremos a estar unidos cuando caiga en Berlín el Muro que nos separa". Quise disuadirla con la promesa de prosperar juntos a este lado del Muro, aunque fuese envuelto en la bruma del desencanto, pero resistió sin ceder siquiera a la terminal influencia que la falsa entereza de mis labios pudiese tener aún sobre el escarchado lápiz polaco de los suyos: "Una noche me dijiste que para no sufrir a deshora con un desengaño inesperado, lo mejor era tomar desde el principio la decisión equivocada. Despedirme de ti y volver a la Unión Soviética entre los míos es mi decisión equivocada. La piqueta irá más rápida de lo que nunca fue la diplomacia y Europa no tardará en llenarse de historias viejas y de banderas nuevas. Los acantilados blancos de Dover pueden esperar mientras los imagino desde cualquier otro lugar del mundo, como cuando nos conocimos y te dije que si Occidente era más agradable que el Este se debía probablemente a que, por el fluorescente calor de la publicidad, en invierno la lluvia llegaba en París casi sin agua al suelo". Después Marenka me dio en los labios un cifrado beso sin sexo, se despidió y salió a la calle envuelta como una vestal atea en los leñosos pliegues de su vieja gabardina, mientras se esfumaba entre el humo la voz de Vera Lynn. Al pagar las copas, el barman deslizó en mi mano una nota en cuya caligrafía aun ahora, veinte años después de aquello, aún ahora, amigo mío, podría adivinar los sueños que Marenka Dementieva prefirió suponer que solo le ocurrían durante la insomne vigilia del miedo en el rabillo de aquellos ojos por los que a ratos mismo parecía que me mirase con desencantada melancolía el cadáver de Stalin. Aquella nota fue el final de una historia decepcionante y el comienzo de un grato recuerdo inolvidable: "El mundo nunca será mejor de lo que es ahora. Moscú me buscará trabajo en cualquier parte. Siempre habrá intrigas y guerras donde los poderosos vean la menor posibilidad de convertir las palomas en topos y los cementerios en mercados. Otros se equivocarán como nos equivocamos nosotros, que creímos que en la primavera de nuestro silencioso sacrificio no habría jarrones para tantas flores, ni laurel para tantos héroes. No sé... Tal vez volvamos a encontrarnos algún día en esta misma 'boite' y reconozcamos entonces con cierto orgullo que el mundo era mejor cuando en Berlín incluso la paz era un trabajo sucio"...

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