Si lo vuestro amenaza ruina por culpa de la maldita rutina y no crees que puedas enderezar la cosas echando mano de tus frases favoritas, prueba suerte en una cena en la que una estimulante propina ayuda al maître a que no se le pase poner de fondo algo melancólico de Mancini. Por su carácter redentor y alusivo, yo te recomiendo la partitura de Dos en la carretera, esa película europea en la que Stanley Donen reconcilia a Audrey Hepburn con Albert Finney mientras recorren un paisaje verde, fosco y conmemorativo en el que al final incluso es de agradecer que las viejas desavenencias conyugales hubiesen servido de magnífico pretexto para tanta delicadeza. En momentos de zozobra sentimental, el de Mancini es un recurso que raras veces falla, pensando, eso sí, que el refuerzo será inútil si no pones de tu parte algo más que el dinero de la factura. Yo de momento salvé lo mío con L. gracias a contar con el respaldo de la envolvente melodía de Lujon, una partitura que a ella le hacía más efecto que el vino. Fue en noviembre, durante una cena en un restaurante sin lujos asomado a una playa solitaria en el Mar de Arousa. Como suele ocurrir cada vez que corres el riesgo de perder a una mujer, ella estaba aquella noche mas hermosa que nunca. Y más entera. Desconozco los motivos por los que eso ocurre, pero una mujer raras veces pierde al mismo tiempo la compostura y la esperanza. Esa supongo que es la razón por la que en los naufragios las mujeres con clase jamás saltan al agua sin antes haberse vestido para la ocasión. L. acudió tan elegante a la cena que pensé que la mujer que estaba a punto de perder no era en absoluto la misma a la que meses antes había conocido. Cualquiera que no nos conociese pensaría que aquella mujer tan elegante había cometido el imperdonable desliz de cenar a solas con un tipo que tuviese los modales de su chófer y la ropa de su mozo de cuadras. Pero sonaba Mancini y dije lo primero que se me vino a la boca: "No te reconocí cuando entraste por la puerta. En realidad casi ni me atreví a mirarte. Había quedado contigo en este lugar y a esta hora, pero aun ahora, sentado frente a ti, ¿sabes?; aun ahora no puedo mirarte sin tener una extraña sensación de infidelidad. Es como si temiese que mañana alguien te contase que me vio cenando aquí con otra mujer. Es cierto que estuvimos juntos anoche y el día anterior, y casi todo el tiempo desde que te conozco, pero estás tan cambiada que me pregunto dónde diablos te has metido todos estos meses". Levanté los ojos hacia el maître, el maître se volvió sobre sus pasos y al instante sonó un tono más alto la melodía de Mancini a la que en última instancia le había confiado mi suerte antes de resignarme a un nuevo fracaso. Yo seguí a lo mío, temeroso de que cederle la palabra solo ayudaría a ponerle en bandeja la ocasión para que soltase sin compasión y sin remedio las frases con las que ella sin duda habría preparado la ruptura. "Lo sé: estamos aquí porque lo habíamos convenido así. Acepto mi situación y me rindo sin condiciones. Desde la humillante posición del vencido solo me cabe pedir que no seas muy severa en las condiciones. Un mal gesto echaría a perder tanta elegancia...". Fue entonces cuando me interrumpió por primera vez: "Esto no tiene marcha atrás. Hay otro hombre en mi vida. Esa música que suena fue lo que me arrojó en sus brazos. ¡Mancini! Tenías razón. ¿Dónde estabas tú cuando ocurrió eso? ¿No me buscabas porque estabas ocupado echándome de menos? Reconócelo: lo nuestro se había estancado. Supongo que cometimos el imperdonable error de madurar. ¿Cuántas veces me dijiste que las grandes conquistas son a menudo el resultado de alguna irresponsabilidad? Fue a ti a quien le escuché que las historias solo avanzan como Dios manda si se tiene el acierto de dejar las expectativas para el final. No lo hicimos y eso nos convirtió en un hombre y una mujer diez años mas viejos que su historia juntos. ¡Mancini! ¡Dios Santo!, teníamos que haber dejado la primavera para el invierno... No puede ser que Mancini llegue apenas a tiempo de recoger del suelo lo que queda de aquellas flores. De todos modos te agradezco la cena de esta noche. La nuestra no fue una historia maravillosa, no, no lo fue, pero tu último intento por salvar lo nuestro le hace justicia al agradable recuerdo del hombre al que conocí meses atrás, ¿recuerdas?, aquella noche cenando en mesas separadas en O Grove, en aquel restaurante con galería en el que el camarero dejó en mi mesa una nota tuya que conservaré como botín de guerra. Esto decía aquella nota: "Esa excitante mezcla de gélida belleza y distante suficiencia me lleva a creer que hay ocasiones en las que incluso el hielo puede servir para propagar el fuego". Y añadiste algo que parece pensado para esta noche: "Supongo que es usted una de esas cosas maravillosas que jamás le suceden a un hombre como yo, probablemente porque en algunas mujeres arden fuegos en los que los tipos como yo ni siquiera podríamos ser el fogonero".

jose.luis.alvite@telefonica.net