Allá por el año 1931 del siglo pasado, el escritor coruñés Wenceslao Fernández Flórez publicó una novela de corte humorístico, El malvado Carabel, en la que relataba las venturas y desventuras de un modesto empleado, de carácter bondadoso, que decide convertirse en un truhán a raíz de sufrir un injusto despido. Amado Carabel, así se llamaba el hombre, tenía una novia con la que pensaba casarse pero la insignificancia de su sueldo no le permitía independizarse y se veía obligado a residir en casa de una tía. Una vez de patitas en la calle, hace una amarga reflexión sobre su vida, llega a la conclusión de que la causa de todas sus desdichas es haberse comportado siempre con honradez, y decide convertirse en un malvado para ver si cambia su suerte. Por desgracia, sus aptitudes para la delincuencia son mínimas y la mayor parte de las fechorías que acomete (como secuestrador de niños, ladrón, o atracador) terminan en fracaso. La sucesión de disparates y lances divertidos culmina con su readmisión en el puesto de trabajo y la boda posterior con su novia de toda la vida, que ¡oh casualidad! también ha encontrado ocupación en el mismo sitio. El libro, que tuvo una buena acogida en su época, fue llevado luego al cine por Edgar Neville (1935), Fernando Fernán Gómez (1956) y Rafael Baleda (1962). La moraleja de esta historia es fácil de encontrar. Para ser un malvado no basta con la buena voluntad. Hay que tener unas condiciones innatas. O dicho en otras palabras, el malvado nace y no se hace. Tal y como nos lo describe Fernández Flórez, el bueno de Amado Carabel es un malvado de ocasión (más que de vocación tardía) que no reúne aptitudes para ese cometido y fracasa de forma estrepitosa cada vez que intenta cometer alguna felonía, por culpa de la bondad de fondo de su carácter. No obstante, no siempre sucede así en la realidad. A veces, se da el caso de que personas de trayectoria aparentemente angélica se convierten en demonios a poco que se les ofrece la oportunidad de mostrar sus verdaderos instintos. Y si no, ahí tenemos el ejemplo (el mal ejemplo diríamos mejor) del actual presidente del Gobierno. Según nos lo describen los dirigentes del PP y sus acólitos, el señor Zapatero (mentiroso, traidor, incompetente, frívolo, vendepatrias, cómplice de terroristas, instigador del odio entre hermanos, etc., etc.) es el compendio de todas las maldades posibles. Nadie lo diría cuando lo conocimos como jefe de la oposición con aquella carita de niño bueno. Entonces lo teníamos por un ingenuo que se pasaba los días ofreciendo pactos al gobierno de Aznar, que lo trataba con displicencia, como si fuera un tontaina. Hasta su correligionario el señor Guerra, siempre tan sarcástico, le llamaba Bamby para compararlo con el tierno cervatillo de las películas de Walt Disney. Qué equivocados estábamos. Ya convertido en jefe del Gobierno (o del Averno) Zapatero se ha quitado la careta y luce en los telediarios su faz luciferina con total descaro. La última de sus tropelías la intentó perpetrar en la Comunidad Valenciana mediante la entrega a los escolares de unos ordenadores portátiles que, al parecer, provocan miopía. Menos mal que el consejero valenciano de Educación (el mismo que quiso imponer la enseñanza de la asignatura de Educación para la Ciudadanía en inglés) se dio cuenta a tiempo y frustró la operación. El malvado Zapatero podía haber dejado casi ciegos a muchos niños valencianos so pretexto de ayudarlos en sus tareas escolares. ¿Cabe mayor bajeza?