La Universidad gallega -una y trina- tendrá que apretarse el cinturón de lo lindo. Es la consecuencia directa del recorte presupuestario contemplado en los presupuestos de la Xunta para el próximo ejercicio, no en vano la asignación autonómica constituye, con diferencia, el principal de los escasos ingresos de las arcas universitarias. De entrada se hablaba de cantidades muy superiores y al final serán en total unos 29 millones de euros menos, a repartir entre las tres universidades en lógica proporción a su alumnado. El gobierno Feijóo hizo un último esfuerzo, exprimiendo sus propias cuentas, para que la minoración no fuera del 6 por ciento de la financiación pactada, sino de sólo un 2,5, que, con todo y eso, sigue siendo una cifra significativa.

Nunca anduvo sobrada de recursos, ni siquiera cuando sólo había una, la de Santiago de Compostela. Sin embargo, nuestra universidad, financiada de siempre por debajo de la media estatal, se enfrenta a un año especialmente duro, donde dispondrá de unos recursos más bien escasos justo cuando se halla en plena transformación de sus estructuras académicas para adaptarse al polémico Plan Bolonia, que entra en la fase final, y cuando la dinámica de la crisis económica ha reducido al mínimo los ya de por sí escasos aportes de la empresa privadas y no digamos de las instituciones financieras.

Los rectores se resignan a la precariedad, dado que han vivido en ella permanentemente. Seguro que todos ellos tienen sobre la mesa de sus despachos un plan de choque para reducir gastos allí donde sea posible en un enfoque de economía de guerra que tendría que servir para implantar, pensando en el medio y el largo plazo, modelos de gestión capaces de adaptarse a los nuevos entornos de escasez en que tendrán que subsistir en el futuro. Porque ésta no es, para nada, una situación coyuntural, un temporal que haya que capear, sino un nuevo ecosistema socioeconómico al que que hay que adaptarse.

Este nuevo marco de precariedad constituye un reto para toda comunidad universitaria en su conjunto, empezando por los gerentes, unos profesionales muy bien pagados, de los que se espera sean capaces de controlar al milímetro todas las partidas de gastos, poniendo coto a docenas de pequeños despilfarros inherentes al funcionamiento diario de organizaciones de gran tamaño con dependencias dispersas y a esa perniciosa filosofía de que lo que es de todos no es de nadie. En los planes de austeridad han de implicarse también los profesores, el personal auxiliar y de servicios y también el alumnado. Todos y cada uno de ellos tienen algo de su mano en lo pueden ahorrar costes a la administración universitaria (y tacita a tacita...), a partir de la toma de conciencia de que todo tiene un precio, que no hay que confundir con el valor.

En medio de tan sombrío panorama, resulta muy oportuna la advertencia del rector vigués, Alberto Gago. En su opinión, aunque suponga sacrificios, hay muchas partidas de las que algo siempre se puede rascar. Se puede racionar el papel, recortar el uso del teléfono o encender la calefacción sólo cuando de verdad apriete el frío. Lo único intocable, dice Gago, tiene que ser la investigación. El capítulo de I+D+I debe mantenerse, como mínimo, en las actuales magnitudes porque de ello depende la supervivencia misma de las universidades. Innovar, actuar como la punta de lanza del progreso tecnológico y de los avances en materia de bienestar, es la razón de ser las instituciones académicas superiores y el principal de los frutos que tienen que rendir a la sociedad a la que sirven. Ni que decir tiene que la ciudadanía espera que las ideas más innovadoras para afrontar con éxito la crisis emerjan de la esfera universitaria. De dónde si no.

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