Muchas veces me propuse recapacitar para no repetir los errores que tanto daño me hacían. Estaba seguro de que tarde o temprano los placeres me pasarían factura y si no me daba prisa en cambiar de rumbo llegaría un momento en el que sería inútil cualquier intento de rectificar. Me propuse cambiar, es cierto, pero nunca lo intenté en serio. Todo lo que hice fue buscarme errores distintos, fracasos que me resultasen novedosos, historias que me añadiesen experiencias que en otro caso jamás hubiese conocido. Para mí fue como cambiar de batalla dentro de la misma guerra. En realidad no era la muerte, sino los cadáveres, los que me resultaban monótonos, a veces incluso insoportable. Por lo demás, me desenvolvía en el arroyo como si el de la mierda fuese el mismo aroma que el de las flores, con la diferencia de que ni siquiera había que regarla. No es difícil descender. Basta con cerrar los ojos y dejarse ir. Para caer sirve cualquiera y tampoco se necesitan grandes cualidades para salir otra vez a flote. Lo verdaderamente complicado es permanecer abajo y ser parte natural del fango, convertirte en un ingrediente del mal olor y comportarte como si se tratase de un espectáculo a la vez atractivo y deplorable, una adicción tan hermosa como nociva, como si supieses que esa es la ocasión perfecta para descubrir lo mucho que a un hombre puede enriquecerlo la miseria. Cuando descubrí ese submundo enseguida comprendí qué sentía al enfrentarme a él la misma sensación de fascinante noviciado submarino que sentí la primera vez que abrí los ojos debajo del mar y pensé que lo único que podría ocurrirme en las postrimerías del miedo era que sudase corcho. ¿Cómo decirlo? Creo que aquel descubrimiento supuso para mí la certeza de que en aquella situación de relativa inferioridad moral podía contemplar el mundo como si me asomase discretamente al exterior pasando la cabeza por el cuello del útero de una puta embarazada. Nada allí resultaba monótono, inmoral o deplorable. Los aviones volaban muchas millas sobre el subsuelo, es cierto, pero todo resultaba tan blando y permeable, tan llevadero y tan sugerente, que no dudé en creer a pies juntillas lo que me dijo un tipo a los pocos días de frecuentar su antro: "Más abajo solo están los muertos y los topos, muchacho, pero, francamente, algún día recordarás todo esto como algo que te ocurrió en un lugar que jurarías que era como estar de copas con la chavala de Dios en el sótano del Cielo". Muchas veces me propuse recapacitar para no repetir los errores que tanto daño me hacían , es cierto, pero, ¡qué demonios!, en mi posición de entonces el arrepentimiento me habría parecido más indecente que la cobardía de seguir caído, de modo que si de vez en cuando bailaba con cualquiera de aquellas fulanas era porque estaba seguro de que su aliento elevaría mis ideas mientras con la broca del jazz nuestros pies escarbaban una tumba en la que enterrar con cuatro paladas de neón la indeseable tentación de salir a flote. Y allí me quedé y permanecí fiel al néctar y a la mierda durante casi treinta años, sin importarme lo que ocurría fuera, estoico, resistente o viciado, en cualquier caso convencido de que si un hombre quiere encontrar su alma, tal vez lo mejor sea que la busque a oscuras entre las piernas de una mujer cansada, husmeando con la escéptica intuición de un forense y con el hocico perverso de un cerdo. Por algo de vez en cuando decía aquel tipo del antro que siempre hay algo de eterno en que te abrace a oscuras una mujer con el perfume obituario de una orquídea, los brazos algo cedidos de un enterrador y esos labios sebáceos y mordidos que mezclan con las oraciones el ácido turrón del vómito.

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