No es fácil saber en qué momento alguien espera de ti que seas un hombre reflexivo que medita serenamente antes de tomar cualquier decisión, o el tipo resolutivo que decide sobre la marcha casi sin haber pensando en las consecuencias últimas de sus actos. Por lo general una manera de ser es excluyente de la otra, de modo que raras veces en una situación de emergencia el lento jugador de ajedrez resulta más útil que el rápido jugador de tenis. La sociedad suele dividirse entre gente reflexiva y gente de acción. Hay adeptos para ambas categorías y las dos pueden ser sumamente útiles en según qué circunstancias. Muchos tenistas explosivos le debieron su exitosa carrera en las pistas a la suerte de disponer a su lado de un tipo reflexivo que supo planificar adecuadamente sus torneos y establecer meticulosamente el ritmo de su evolución deportiva. También en la literatura se dan esas dos especies humanas y al lado de escritores pensativos y lentos hay otros que destacan por su vertiginosidad vital e incluso por la rapidez en el desarrollo de su obra. José Saramago es un tipo reflexivo con una obra estilísticamente lenta, en contraste con Ernest Hemingway, por ejemplo, que daba la impresión de escribir sus obras extendiendo la tinta sobre el papel a latigazos. Ambos son polos opuestos por su manera de escribir, en la misma medida en la que representan dos actitudes vitales bien distintas. Tanto Saramago como Hemingway han sido conocedores exhaustivos de la naturaleza humana, pero mientras el portugués analiza la composición emocional de las personas en función de su actitud conceptual ante la vida, el norteamericano ha sido un maestro al retratar a la gente según su aspecto, sabedor sin duda de que en el carácter de un hombre la lectura de un libro suele ser menos determinante que una cicatriz en la mejilla o un quiste en los huevos. A mi me gusta mucho pararme a pensar en cómo pueda ser de compleja la personalidad de las mujeres que recorren el interior de las librerías y hojean con detenimiento los títulos más sesudos de la oferta editorial pensando en cultivar su espíritu, pero no niego que también despiertan mi máximo interés aquellas otras que simplemente acuden con frecuencia a renovar su ajuar en la tienda de lencería. Los seres lentos, reflexivos y eruditos tienen un prestigio social del que no disfrutan los tipos impulsivos, pero es evidente que cuando se incendia la biblioteca pública no es al filólogo al que se avisa con urgencia para que rescate de las llamas a la aterrorizada bibliotecaria, sino al bombero, es decir, al tipo instintivo, elemental y pundonoroso, que arriesga la piel gracias a no haber reflexionado sobre la absurda estupidez de jugarse la vida. Entonces la bibliotecaria sale a la calle en brazos del aguerrido bombero, recupera el resuello y seguramente piensa, como pienso yo, que el mundo está incompleto si los hombres que escriben libros no tienen el contrapeso de aquellos otros que cultivan sus músculos. Y probablemente llegue a la conclusión de que Ernest Hemingway era una equilibrada combinación de ambas especies, no solo porque escribía cosas que tenían al mismo tiempo profundidad y sentido, sino, y sobre todo, porque nos demostró que el agua la describe mejor que nadie un sediento. Esa es la razón por la que me gustan los textos de Hemingway. Y es, naturalmente, el motivo por el que cada vez que leo unas páginas de José Saramago no puedo evitar la sensación de que cada una de sus frases ha sido escrita por alguien muy lento, muy reflexivo y muy profundo, que necesita cuatro páginas para describir un papel en blanco. A una mujer que llevaba dos horas sentada en un café con el rostro visiblemente angustiado, me atreví a preguntarle si le ocurría algo grave, tal vez un serio problema económico, la muerte de un ser querido, acaso una discusión con su marido o un preocupante choque con sus hijos. Y aquella señora, que sufría con un gesto propio de Saramago, me respondió como probablemente lo habría hecho el terrenal Hemingway: "¿A usted nunca le lastiman los zapatos?"

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