Tengo a Blanco por un político de raza desde que, hace años, lo conocí en una cena restringida en Lugo, donde caí por casualidad, a la que asistía también el entonces candidato estrella del PSOE Baltasar Garzón. A los postres, y acaso animado por el orujo local, el juez comenzó a contar chistes en los que la figura de Alfonso Guerra era tratada con algo de malévola ironía. Consternación entre los cenantes, miembros del comité regional socialista, mientras, recuerdo, me lanzaban torvas miradas, temerosos, con razón, de que el periodista acabaría narrando algún día el lance: había que reírle las gracias a Garzón, presentado como el, al fin y al cabo, salvador posible del PSOE en aquellas elecciones y designado número dos por el mismísimo Felipe González? O había que demostrar al recién llegado que, con Guerra, pocas bromas? Consternación perceptible a todas luces.

La tensión llegó a tal punto que quien más tarde sería alcalde lucense, entonces uno de los miembros del comité regional, abandonó precipitadamente la sobremesa, pretextando no recuerdo qué. Solamente uno de los dirigentes socialistas de Lugo permanecía extrañamente impasible, luciendo una casi imperceptible sonrisa, que no risa, ante las chacotas del ilustre e imprudente visitante. Me sorprendió tanto su característico perfil -aquella nariz- como la calma con la que el nativo afrontaba la situación, en contraste con sus compañeros del comité. Pregunté por él a mi vecino de mesa. Era, claro, está, aquel a quien llamaban Pepiño, un hombre que fracasó en sus aspiraciones de ser alcalde de su pueblo natal, Palas del Rey, pero a quien todos consideraban un portento en cuestiones de organización y disciplina. Iba a llegar mucho más lejos que al sillón de regidor de Palas.

El ministro de Fomento y vicesecretario general del partido gobernante, el PSOE, José Blanco, pasa estos días por las dos pruebas políticas más comprometidas que hubieran podido tocarle en su doble condición: hacer frente a la huelga injusta, antipatriótica e injustificada de los controladores aéreos, por un lado, y calmar la tormenta desatada en el Partido Socialista Madrileño, donde Tomás Gómez no parece dispuesto a arriar la bandera frente a la que parece ya la candidata oficial de su partido para disputar la Comunidad de Madrid, la aún ministra de Sanidad Trinidad Jiménez. Blanco ha apostado, hasta ahora, por la dureza con los controladores, en su calidad de responsable de la navegación aérea, y por Jiménez -y, por tanto, contra Gómez- en su papel de primer oficial del barco socialista. Si las apuestas le salen mal, déjenme hacer un (pésimo, lo sé) juego de palabras: Blanco lo va a tener bastante negro. Si salen bien...

Personalmente, pienso que la apuesta por la dureza contra los controladores va a salirle bien: estos profesionales, bien pagados y con condiciones laborales superiores a las de la inmensa mayoría de los españoles, cuentan con la incomprensión, cuando no la animadversión, de la ciudadanía en general. Cualquier retraso en un avión, la más mínima molestia en un aeropuerto, era automáticamente atribuida al paro encubierto y nunca declarado hasta ahora de los controladores. Quienes, para colmo, inventaron enfermedades imaginarias, situaciones de estrés que trabajadores en circunstancias mucho más duras jamás parecen haber padecido. Haga lo que haga Blanco contra este colectivo que, abusando de su poder, pone en riesgo la seguridad y comodidad de millones de pasajeros y, cómo no, las divisas del turismo en momentos en los que son especialmente necesarias, será aplaudido por la opinión pública.

Y, así, José Blanco, a quien inicialmente cometimos el error de llamar, algo despectivamente, Pepiño, verá agrandada su figura suponiendo, claro está, que, con militares o sin ellos, acabe resolviendo el conflicto. Si el conflicto se encona, no faltarán quienes recuerden que un ministro de Fomento puede ser excelente -aunque Magdalena Álvarez no lo fue -cuando tiene dinero que repartir a las Comunidades y Ayuntamientos, pero que, a la hora de las vacas flacas, se puede convertir en un estorbo. Sobre todo, si tiene que compaginar su actividad y su tiempo con la puesta a punto de la maquinaria de un partido que tiene que ganar dos elecciones consecutivas, las municipales y autonómicas de mayo de 2011 y las generales de marzo de 2012.

La apuesta por desbancar a Tomás Gómez, que fue el alcalde más votado de España pero que no logra levantar el vuelo como candidato frente a la lideresa Esperanza Aguirre, puede salirle aún más cara a Blanco que su pelea contra los controladores. Obligado a mantener el tipo contra la designación oficialista de la ministra Trinidad Jiménez, Gómez se hará fuerte en el PSM, que, aunque cauta y silenciosamente -"cualquiera contraría a Pepiño", te dicen-, le apoya, como le apoya una parte, minoritaria, de la ejecutiva federal, comenzando por Leire Pajín, cuya sintonía con su jefe inmediato Blanco parece haber pasado por momentos mejores.

Decía al comienzo que tengo a José Blanco por un político de raza, aunque no de gran formación: buen talante, buena cabeza, voluntad de hierro hasta para modificar su aspecto físico. Pero se ha entusiasmado con los juegos del poder y cree que puede quitar y poner candidatos a su antojo, ordenar a las tropas que ocupen las torres de control, filtrar a los medios que él considera cercanos los mensajes que convienen. Y no son juegos precisamente lo que ahora reclaman ni la ciudadanía, ni el turismo, ni un partido socialista a que las encuestas, siempre tan sabiamente interpretadas por Blanco, niegan ahora sus favores. Blanco aspiró a ser vicepresidente del Gobierno, quién sabe si un día no tan lejano delfín de Zapatero o, al menos, el hombre que seleccionaría al/a la sucesor/a de Zapatero. Puede que llegue a serlo... si sus apuestas, que son muy fuertes, salen como él las ha planificado. Si salen mal, comprobará hasta dónde llegan los odios generados por quien ejerce tanto poder y hasta dónde la capacidad de lavarse las manos de quien tiene mucho que agradecerle.