Imagínese que su jefe le escribe una carta, puede ser la del despido. Pero usted en principio no parece alarmarse, en su puesto es frecuente que le envíe circulares más o menos burocráticas e, incluso, felicitaciones navideñas. Si hubiese peligro de despido, siempre tendría que haber constancia del tan temido recibí, que anuncia el finiquito. ¿Se han parado a pensar en lo que significa esta palabra aquí y ahora? A pensar, no en las películas americanas en las que todo blas pide la cuenta y se va a otra ciudad a buscarse la vida y el guionista no siempre nos dice si la encuentra o se mata en el camino.

Pero esta nos llega por correo electrónico, no parece mayor peligro, es más fácil de reciclar -qué jefe más majo tenemos- él y nosotros sabemos el destino de estas misivas, es mejor que no se impriman.

Aún así, puede ser que esta sea especial, llega en un momento de conflicto, hay puestos de trabajo en el aire y la cosa está que arde porque aún encima los de los sindicatos están echando leña al fuego contra el patrón convocando algaradas, con sus pancartas y sus coplas megafoneadas, metiéndole el dedo en el ojo al jefe. En fin que no sé qué hacer, en el trabajo hay curro pendiente -para hacer fuera de jornada y sin que me lo paguen-y en la calle me llevan los demonios para estar con el resto.

Algo parecido estaba pasando estos días pasados con trabajadoras, mayoritariamente, en el textil, en la cerámica, en el telemarketing, en la enseñanza.

Seguramente padeció usted las consecuencias en Coruña, en Vigo o en Santiago, se cabreó en el coche y echó pestes contra tanto sinvergüenza que tenía que estar trabajando, como usted.

Vaya hombre, también está usted indignado, pues casi mejor que acampe usted su indignación y que se relaje, que le puede dar un pallá con tanta indignación.

La verdad es que poco se puede hacer para criticar esos despidos, los bienpensantes dicen que sí, que hay que trabajar más; pero ¿quiénes? ¿Por cuánto al día o a la hora? ¿Hasta cuándo? ¿Qué pasa con los que quieren y no pueden?...

La verdad es que en todos los conflictos de estos días la solución pasa por la presión casi violenta, por comunicarle al patrón que sus capacidades reproductivas se van a ver perjudicadas si sigue comportándose así, repartiendo dividendos y despidiendo trabajadoras.

Un caso quizá especial es el de las profesoras, son inmensa mayoría, mandarán a la calle a más de 1.000 y modificarán, reajustarán o ampliarán el horario a más de 30.000. La carta que les envía su jefe les agradece los servicios prestados -se supone que a las que echa a la calle-, les dice que gracias a ellas y a ellos las cosas van muy bien, pero que tienen que comprender que todo tiene que salir más barato en la enseñanza pública, porque entre otras cosas, la patronal privada quiere más negocio. La amenaza queda hecha y a partir de ahí que cada palo aguante su vela, pero que su trabajo es muy importante y que no se deje engatusar por los liantes de siempre.

Los receptores se indignan más, están al límite porque no sacan adelante con los medios que tienen el trabajo que les entra: alumnado nuevo, con necesidades educativas especiales, inmigrantes o porque en la escuela rural se ven acosados por la despoblación a punto de echar el cierre.

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