El latiguillo más manoseado del castellano vulgar -hablado por políticos, periodistas y universitarios- ve amenazado su trono. Hasta ahora, cada vez que un experto no sabía qué responder sobre el asunto planteado, se desmarcaba con el curalotodo "es una cuestión compleja". Por cortesía, su interlocutor evitaba corregirle con la evidencia de que, sin complejidad, no habría motivos para recabar su erudita opinión. Los ignorantes en público han encontrado un sucedáneo a sus complejos, la hoy ubicua expresión "poner en valor". En cuanto se aplica a una materia, significa que posee un valor exiguo y un interés todavía menor. A cambio, su incrustación ilustra sobre la falta absoluta de confianza en la propia elocuencia.

Desde la ortodoxia, se nos corregirá que "poner en valor" no comparte el sentido de "cuestión compleja". Ni falta que hace, porque ambas vacuidades pueden alojarse indistintamente. Verbigracia, en "las aspiraciones palestinas son una cuestión compleja" o "hay que poner en valor las aspiraciones palestinas". Una vez denunciada la nulidad operativa de los clisés, procede refutarlos en cumplimiento de criterios estéticos. "Poner en valor" despide aromas orteguianos. Es decir, rancios. No encaja en el discurso de un político que continúa con "bueno, la verdad es que yo creo que lo que pasa es que..."

Admitamos que "poner en valor" gana eufonía en el francés original, con la "mise en valeur". Sin embargo, a quién se le ocurriría adaptar expresiones de una lengua muerta. Los practicantes del tópico no pueden refugiarse en su francofilia porque, en lo que a ellos respecta, "poner en valor" equivaldría igualmente a la traducción de "joie de vivre". La artificialidad de la traducción confirma el tono de héroes de ficción que los políticos persiguen como envoltorio. De ahí que la expresión, como su compleja predecesora, deba ir acompañada de una dramatización, descargando sobre su insipidez el peso de la argumentación. Y espero de ustedes que sepan poner en valor este artículo.