Al día siguiente, ¿qué? Pocas veces en el periodismo se da la coincidencia de dos auténticas noticias de primera.

Entre nosotros, en cabeza, sin discusión, el abajo las armas de ETA.

Debajo, el linchamiento, tan atroz como cualquier otro, del dictador del desierto. Ahora, como en todo país musulmán, valdría más que los libios recordasen que el Islam sólo fue grande merced a la superación del tribalismo sectario operada por Mahoma y los primeros califas. Ojalá.

A bote pronto, el comunicado de Euskadi Ta Askatasuna dispara el acto reflejo de la frase exacta de Winston Churchill tras el desembarco de Normandía: "No el principio del fin sino el fin del principio."

Pero, no. En Euskadi no hubo nunca una guerra, se insiste, aunque sin solución de continuidad se repita la "derrota de la banda terrorista" y "el triunfo del Estado de Derecho."

Guerra, no. En efecto. Meros golpes de una banda, tampoco. Recalcitrantes partidas pseudorrevolucionarias con marchamo independentista y métodos terroristas, sí. No hay más que fijarse un mínimo en la arcaica escenificación de capuchas blancas coronadas por txapelas negras y puños en alto, para retrotraernos a aquellas retóricas de los 60 por el estilo de "...organización socialista revolucionaria de liberación nacional..."

Por fortuna, los bipartidistas de facto parecen cobrar, finalmente, estatura de estadistas, desde el jefe del Gobierno saliente hasta el entrante in pectore.

A partir del día siguiente no se trata de negociar en innoble regateo. Se ipone -este es el verbo correcto por excepción- acordar los pasos sucesivos que deben conducir al desarme y disolución etarras, cuyos fines últimos de independencia sólo será legítimo postular en el seno de la democracia sin adjetivos.

¿Y la memoria de las víctimas? Siempre, sin prescripciones.

Sin embargo, por encima de todo, tiene que primar el objetivo de impedir víctimas futuras.