Nuestro refranero está plagado de sentencias que nos descubren la imposibilidad de estar "a todo y en todo" y ser efectivo a la vez. Tal vez el conocido "quien mucho abarca, poco aprieta" sea la más popular de todas. No es baladí ir a buscar a la ancestral fuente de sabiduría popular que representa un refrán el fundamento de las serias dudas que plantea para la medición de la aptitud humana ese concepto, en origen puramente informático, que se ha puesto tan en boga con el desarrollo de las nuevas tecnologías de la información: la multitarea. No es baladí porque partimos de algo sabido de antiguo que -y esto es ya un hábito del progreso peor entendido- intenta ponerse en solfa en virtud de conceptos ultramodernos de efectividad que, al menos para los que nos incluimos en la especie humana, no nos son propios.

Tal vez ahí esté el primer error: la intención de trasvasar a las personas habilidades que son propias de las máquinas. En origen, los ordenadores se volvieron multitarea para aumentar su operatividad y capacidad de trabajo, al permitir que varios procesos fueran ejecutados al mismo tiempo, compartiendo uno o varios procesadores, según la definición de la Wikipedia. Ha sido útil para el avance cibernético que las máquinas imitaran en sus procesos el mecanismo del pensamiento humano, multiplicando su capacidad operativa. Pero de ahí a que ahora seamos los humanos los que copiemos los procesos de la máquina, media un abismo. Sobre todo por una razón: poniéndonos a su altura siempre seremos peor que ellas, porque seremos infinitamente menos efectivos.

No es extraño por ello que un revelador estudio de la Universidad de Stanford haya llegado a la conclusión de que el intento de los humanos de ser multitarea colapsa el cerebro. El estudio, realizado por el Laboratorio de Comunicación entre Humanos y Medios Interactivos de la universidad californiana, analizó a 250 sujetos. Descartados los individuos, presuntamente lentos, que hacían las cosas una detrás de otra o, en expresión hoy tan popular, "como Dios manda", reunieron en un segundo grupo a los empeñados en realizar varias actividades al mismo tiempo. Categorizaron en este grupo por un lado a los casos más leves y, por otro, a los más graves. Por supuesto, dentro de esas actividades ocupaban puestos relevantes las relacionadas con la recepción o el envío de información a través de los medios más vinculados al mundo de internet: Twitter, correo electrónico, vídeos online, navegación por la web, etc. El resultado fue demoledor para los multitarea intensivos en relación a los casos más leves. Menor atención, menor capacidad para memorizar, menor comprensión y menor capacidad de reacción son algunas de las capacidades disminuidas que revelaron los primeros con respecto a los segundos. O dicho de otro modo, al intentar hacer más cosas a la vez lo hacían todo peor, más lento y con menor conciencia de lo que habían hecho realmente.

Es cierto que una cosa es enviar y recibir información de distintas fuentes y otra realizar otro tipo de actividades. Y en este sentido, las referencias informativas al estudio no revelan un dato que podría ser fundamental para la exactitud de sus conclusiones: la distinción del resultado por sexos. Que se sepa, aquí los únicos humanos multitarea que existen, científicamente documentados, son las mujeres. Hace años conocí un experimento sobre el tema en uno de esos impagables programas de Eduard Punset que analizan la mente humana, pero en la Red encontré otro realizado en la Hertfordshire University del Reino Unido entre cincuenta mujeres y cincuenta hombres, todos universitarios. En esta ocasión los sujetos del estudio fueron sometidos a diversas pruebas que debían ejecutar, simultáneamente claro, en ocho minutos: resolver problemas matemáticos sencillos, leer un mapa, responder una llamada telefónica en la que se formulaban cuestiones de conocimiento general y buscar unas llaves. Los hombres y las mujeres quedaron empatados en los problemas matemáticos y en las preguntas telefónicas, además de, y aquí se cae un viejo mito de escasa aptitud femenina, en la lectura del mapa. Sin embargo, a la hora de buscar las llaves, la efectividad de ellas superó en un 70% a la de ellos. En el experimento del programa de Punset iban más allá y realizaban a los voluntarios un escáner de su actividad cerebral mientras realizaban las pruebas simultáneas: frente a la actividad masculina centrada siempre en uno u otro hemisferio, la femenina mostraba una multitud de sinapsis entre los dos lados del cerebro. No creo que estos experimentos estén equivocados porque la misma vida diaria nos proporciona evidencias incontestables: quien ha visto una madre en acción lidiando con varios niños, una casa y un trabajo sabrá de qué hablo. De todas formas es muy relevante que el matiz principal en el caso del experimento de Stanford se refiriera a las tareas específicas vinculadas al uso de nuevas tecnologías e internet. En cierto modo, este efecto de confusión causado por la ansiedad multitarea en lo comunicativo es un corolario de un concepto acuñado en los setenta que creo que mantiene toda su vigencia: la opulencia informativa. La multiplicación de medios por los que recibimos información y de sus mensajes, pocas veces complementarios y la mayoría de las veces contradictorios, lejos de producir sólo los efectos positivos previsibles de una sociedad más informada, ha causado un efecto de ruido semántico, del que ya hablaron especialistas en comunicación Lazarsfeld o Merton, que provoca distorsiones en la comprensión de los mensajes. Si a eso se le añade otra multiplicación más reciente, la de los medios para enviar información y su universalización, tendremos un panorama aún más complejo. Si el problema del ruido y la confusión ya se manifestó cuando éramos receptores de los mensajes de medios de masas multiplicados exponencialmente, ese desorden se ha agravado cuando cualquiera de nosotros, vía Twitter, Facebook, web o correo electrónico nos convertimos en emisores de mensajes que llegan instantáneamente a audiencias potencialmente tan nutridas como los que poseían y aún poseen esos mass media. Y que, en muchas ocasiones, logran tanta relevancia social como la que los media han obtenido.

Esa relevancia y la necesidad creciente de obtenerla está en la raíz del problema. La mayor capacidad comunicativa no es lo malo en sí, sino la indefinición del objeto que persigue el emisor, su intención oculta, el subconsciente de la intencionalidad comunicativa. Algo que, el mismo emisor, en la mayoría de las ocasiones seguramente desconoce.

Se ha llegado a decir que quien no está interconectado no existe, como si la existencia se configurara sólo de forma exógena. Nadie quiere ser un don nadie y esa carrera alocada desencadena, aun en los miembros más jóvenes de nuestra sociedad (o especialmente en ellos), una necesidad de estar en todos los frentes a la vez, en una espiral difícil de detener. No hace falta hacer un elogio de la mudez absoluta o del retiro zen como soluciones, pero tal vez habría que empezar por algo que se ha olvidado en este proceso que tiene más de uni que de multidireccional: ser un buen receptor antes de intentar ser un emisor. Y, por supuesto, tener algo que decir. Porque como decía ese otro refrán, sólo merece la pena hablar cuando las palabras son mejor que el silencio.