En las películas que veíamos de niños (y aún después) abundaban las escenas dramáticas en las que el protagonista principal (el bueno de la película) luchaba a brazo partido contra el antagonista principal (el malo de la película) al borde del abismo. Normalmente ellos dos solos y sin recibir otra ayuda que la que proporcionan la propia fuerza, el propio ingenio y la propia habilidad. Eran luchas extenuantes, de larga duración, y se sucedían las posiciones de ventaja y desventaja a lo largo y a lo ancho de un escenario vertiginoso en el que dar un mal paso suponía la muerte segura. En los primeros compases del enfrentamiento, el malo de la película llevaba claramente la iniciativa, arrinconaba a su adversario, lo golpeaba con saña, y lo empujaba de forma angustiosa hasta el borde de la sima cogiéndolo por el cuello como si fuera un pelele. Abrumado, casi vencido por esa fuerza, de inspiración seguramente demoníaca, el bueno buscaba desesperadamente una forma de zafarse. La cámara nos ofrecía entonces primeros planos de los ojos enloquecidos del malo, de los ojos a punto de salirse de la órbitas del bueno, y del abismo profundo al que muy pronto iría a parar si no se producía pronto el milagro. Y efectivamente el milagro siempre se producía. En el último momento, el bueno se libraba ingeniosamente del abrazo mortal, revertía la situación y el malo se despeñaba al vacío dando horribles alaridos. Luego, el bueno se atusaba el pelo, se arreglaba un poco la ropa, y después de echar una tranquila mirada al paisaje, se alejaba de ese lugar de pesadilla en busca de la guapa chica que lo aguardaba para darle el premio que las mujeres reservan a los guerreros victoriosos cuando vuelven a casa a descansar. En aquellas películas de nuestra niñez (y aún después) nos hemos asomado desde la butaca del cine a toda clase de abismos. Unas veces desde un tejado resbaladizo y endemoniadamente empinado, otras, desde la terraza de un rascacielos, desde el borde del cañón del Colorado, o desde la efigie de los presidentes norteamericanos en lo alto del Monte Rushmore. E incluso se dio el caso de haber visto al bueno peleando con el malo sobre el ala de un avión en vuelo. El abismo nos acecha y está presente en nuestra vida desde que tenemos conciencia de ella. Pero, últimamente, no solo es el cine el que nos ofrece abismos de ficción para aterrorizarnos en nuestros ratos de ocio, sino la propia realidad política y económica. Cada poco sale a escena un dirigente y nos recuerda que estamos al borde del abismo, que el euro puede desaparecer y que el paro va a ir en aumento si no aceptamos sin rechistar los recortes sociales que nos propone el benemérito club que vela por nuestros intereses. Desde que hace cuatro años empezó esta crisis aparentemente insoluble, vivimos al borde del abismo sin acabar de caer en él. Veamos si no el caso trágico de Grecia. La clase financiera de ese país, de apenas diez millones de habitantes, se ha llevado 200.000 millones de euros a remotos y, al parecer inalcanzables, paraísos fiscales mientras la población vive en una miseria creciente, se recortan salarios y pensiones y se despide a funcionarios. A última hora se supo que un gobierno llamado de unidad nacional (socialistas, conservadores y extrema derecha) ha aceptado las condiciones impuestas por los mercados para no dejarla caer en el abismo. De momento, claro.