Los ingleses distinguen entre dos tipos de soledad: solitude admite una acepción positiva; loneliness, no. Solitude es la condición del que se regocija en la intimidad con un trabajo bien hecho. Solitude es lo que vive el poeta trabajando en su obra. Solitude es el acto voluntario de indagar en uno mismo, rastreando las huellas de la identidad. Loneliness, en cambio, significa padecer la experiencia involuntaria del abandono, del aislamiento más radical y cruel, en el sentido de saberse incapaz de amar y de ser amado. Una soledad es gozosa e inteligente; la otra, no. Una crea espacios de concordia, lugares de encuentro; la otra conduce a una sombría depresión. Los existencialistas creyeron ver en esa imposibilidad de comunicación el fundamento de una teoría sobre el hombre: ¿qué sabemos de nuestros padres? ¿Conocemos su vida interior, sus actos de cobardía, sus deseos? ¿Y nuestros hijos? ¿No nos sorprenden a diario? Convivimos durante años con la persona amada, pero ¿hasta qué punto logramos acceder al núcleo de su intimidad? La consecuencia lógica de esta impotencia es la desesperación. La pobreza, más que una realidad económica, vendría a ser una especie de orfandad esencial. Con todos sus matices, ésta es una de las narrativas que subyacen al mundo de hoy.

Lo cierto es que vivimos en una época contradictoria. La obsesión socializadora se impone en los colegios desde la más tierna infancia. Twitter, Facebook y Tuenti garantizan una interconexión rápida e universal. Llevamos un smartphone en el bolsillo. Las posibilidades de ocio se multiplican, de las vacaciones en Cancún al Erasmus. Al mismo tiempo prolifera un relato de la ruptura: en algunos países, la tasa de divorcios alcanza el setenta por ciento; se extiende la violencia de género; las clases sociales y los grupos minoritarios se atomizan con fuerza. En las ciudades, los segmentos profesionales optan por segregarse en barrios diferenciados, mientras el lumpen crece a marchas forzadas. La inmigración forma sus propios guetos y el Estado social entra en crisis. No es ninguna casualidad que los sociólogos hayan detectado una correlación entre la venta de antidepresivos y las exigencias de la vida contemporánea. Diríamos que el bullicio constante no ha eliminado la soledad esencial, sino que tal vez la haya ahondado. La amistad, el amor, la familia, la religión... se han convertido en ficciones útiles, intercambiables según el capricho o la moda. Triunfa la noción líquida de la sociedad, descrita por el pensador polaco Zygmunt Baumann. La solitude inglesa ha ido derivando en loneliness. Así, negando la solidez a los afectos o a las instituciones humanas, se ha abierto paso el sentimiento de la inutilidad de la existencia.

La lección de la Historia, sin embargo, es otra: el hombre se ha construido en relación con los demás, como un edificio que se levanta piedra a piedra sobre un conjunto de pilares. De hecho, frente a la tentación del aislamiento, el mundo moderno exige respuestas globales: ¿cómo educar sin el apoyo de la tribu? ¿Cómo hacer frente a la crisis financiera sin la ayuda internacional? ¿Cómo sostener el Estado del Bienestar sin una solidaridad intergeneracional? Son preguntas importantes que señalan en la misma dirección. Sospecho que el punto débil de nuestra época es concebir la soledad como una sociedad atomizada. Puesto que ya no cabe confiar en nada, se busca la seguridad del pequeño grupo, que irá cambiando conforme a los intereses del momento: Alemania frente a los países periféricos, Cataluña y Euskadi frente a España, los nacionales frente a los inmigrantes o los privilegios de la oligarquía frente al resto. El problema es que ningún logro de la humanidad se ha erigido a partir de esta lógica. Al contrario, la desconfianza nos empequeñece, dejándonos indefensos ante el cinismo del poder. En este sentido, no deja de ser curioso que necesitemos recuperar las virtudes del hogar: la seguridad y el apego, la libertad y el respeto, la solidaridad y la comunicación. Lo contrario, por cierto, de la loneliness.