Bill Clinton reclama en la convención Demócrata un segundo mandato de Obama, para que acabe el trabajo que todavía no ha empezado. La paradoja se hace relevante al emprender el abordaje de la "sociedad del espectáculo". Pese a alentar esfuerzos literarios recientes de Mario Vargas Llosa o Arthur Miller, el espectacular concepto ya aparece con idéntica denominación en los escritos del vienés Karl Kraus. Si hace un siglo que el mundo de la farándula rige los destinos sociales, por lo menos deberían haber desaparecido los motivos para el escándalo. Desde una evidencia sin interjecciones, Hollywood creó la Casa Blanca en su actual configuración. Los presidentes norteamericanos son los modernos césares. Sin embargo, para garantizarse la conquista del imperio han de cautivar a los artistas que les dispensan entretenimiento. "Mitt Romney parece un hombre que acaba de despedirte". Esta ajustada definición de Mike Huckabee, aspirante postergado a la nominación republicana, obliga a los conservadores estadounidenses a compensar el perfil reseco de su candidato con actores como Clint Eastwood, que acaba por adueñarse de las jornadas de proclamación del aspirante. Cuando Hollywood fagocita a la Casa Blanca se produce una curiosa inversión, porque los gladiadores o bufones estaban en manos de los emperadores. En la veterana sociedad del espectáculo, la situación económica de Cristiano Ronaldo es más boyante que la de Florentino Pérez, encargado en teoría de pagar al anterior. No todos los apoyos cinematográficos son igualmente bienvenidos, y algunos son más tóxicos que la cercanía del recortador Rajoy a la campaña de un candidato autonómico del PP. En la gira de presentación de su última producción italiana, Woody Allen no ha escatimado elogios hacia Obama. Sin embargo, el presidente preferirá guardar las distancias con el director, más dañado entre la población norteamericana por la tormentosa ruptura con Mia Farrow que por la calidad discutible de algunas de sus películas recientes. En cambio, Marilyn Monroe podía apoyar en público y en privado a ambos Kennedys, porque todavía regía el concepto de Sagrada Familia. Hollywood decide el futuro de la Casa Blanca, lo cual no implica que se tome en serio el cargo que contribuye a aupar. La inminente película de Woody Allen cuenta entre sus protagonistas a Alec Baldwin, uno de los campeones más prominentes de los republicanos. El exmarido de Kim Basinger, recién casado con una mallorquina, sirve de imagen especular a George Clooney, el actor que enseñó a moverse a Obama si bien Carlos Fuentes sostenía que el presidente en vigor "camina como Fred Astaire". Todas las metáforas ingresan en la nómina hollywoodiense, como cuando se presume la filiación republicana de luminarias del orden de Jimmy Cagney o Walt Disney. En el patio trasero de Washington, los admiradores de Oliver Stone experimentaron algún sonrojo al observar la familiaridad confianzuda de Oliver Stone, cuando sube al coche oficial donde le abraza Fidel Castro. El director se comporta como un confidente del caudillo. Debió servir de advertencia la participación de Leonard Cohen en las guerras israelíes, hasta convertirse en el poeta favorito de Ariel Sharon. En cambio, el fervor de Sean Penn -el Guillermo Toledo americano- por Hugo Chávez debe atribuirse a un desvarío disculpable en un ser humano que ha de digerir la ruptura con Scarlett Johansson. No hay historia sin precedentes, y hace treinta años que recibió los laureles un presidente forjado en el cine. Ronald Reagan se tomó la Casa Blanca como una interpretación. Había estudiado al detalle la mímica de Eisenhower y seleccionó la plataforma adecuada, porque el príncipe de los conservadores fue demócrata antes de sucumbir a Nixon. La interacción creciente con el mundo del espectáculo cursa con secuelas como la aprobación expeditiva de las bodas homosexuales, en los Estados gobernados por demócratas que aspiran a suceder a Obama en 2016. La hegemonía cinematográfica llega al extremo de que el imaginario estadounidense cree que el último presidente blanco fue Robert Redford. Para aclarar la conexión entre las artes y las políticas, Adolfo Marsillach recordaba en sus memorias que un actor ha de ser un poco tonto, un cuenco vacío que incorpora así con más facilidad las personalidades ajenas. Bertrand Russell sostenía que los votantes exigen presidentes más torpes que ellos, para controlarlos mejor. La ecuación resultante de ambas opiniones explica que Hollywood haya copado la Casa Blanca.