Artur Mas disuelve el Parlament y anticipa las elecciones al 25 de noviembre. Según dice, sería un fraude el intento de convocar referéndum sin pasar por las urnas. En consecuencia, el millón de manifestantes de la Diada no ha legitimado nada que no esté en la Constitución y el Estatuto. Se supone que la consulta refrendataria irá en el programa de CiU, pero no es posible adivinar en qué términos. La decisión del president es un modelo de habilidad y de astucia en el punto crítico de un nacionalismo moderado que no sabe si quiere o no quiere hacerse soberanista a la manera del fracasado Plan Ibarretxe en tiempos de paz, o del "Estat Catalá" proclamado en 1934, cuando quemaba el ardor revolucionario. Pero es, también, un modelo de ortodoxia en el seno de una democracia representativa que relativiza el arrastre de la democracia en la calle. La voz legítima estará en las urnas, y a ella se remite el gobierno catalán.

Este comportamiento ha de traer cola en otros foros políticos, cuando ya son mayoría los que se preguntan para quién gobiernan los jerarcas europeos y españoles. Los de Bruselas creen que la agenda reformista de Rajoy está perdiendo fuelle, los de Madrid se niegan a cualquier cambio interno, los italianos se esconden esperando el "tú, primero" del rescate español, los de Lisboa rectifican sus últimos recortes y de los griegos ni se sabe. Dicen que el fondo europeo de rescate pasará de medio billón a dos billones de euros, pero no está claro el destino de esta previsión cuadruplicada. No parece que sea para aliviar a la población sufridora, sino más bien a los entes financieros, reos impunes de la gran estafa. Todo lo hecho por estabilizarlos no ha servido para reanimar la circulación crediticia, ni apoyar a los emprendedores, ni crear empleos o, por lo menos, detener la sangría. Hay dos mundos más enfrentados que nunca: el de la población a la que deben servir los gobiernos y el de los poderes que dirigen a esos gobiernos. El segundo está ganando al primero por goleada con episódicas escaramuzas a favor de este, como la manifestación a las puertas del Congreso de los Diputados, la vuelta atrás de Passos Coelho en Portugal y el aparente compás de espera español oteando el milagro que haga innecesario el rescate.

El discurso político ha perdido toda credibilidad, porque el ciudadano de a pie no se percibe como destinatario de mejoras sino de navajazos traperos. La torre de Babel en que se pierden los gobernantes tiene reflejo puntual en la ceremonia de la confusión que enturbia la vida del pueblo. Algunas reacciones tienen matices prerrevolucionarios, pero se quedan en eso. Nadie hay que entienda lo que nos está ocurriendo, ni la prisa, ni las condicionalidades, ni las amenazas contra el relajamiento mutilador, ni para qué tanto euro ni tanta Europa. Algún otro debería intentar una clarificación a través de las urnas.