El sábado santo que se celebró la semana pasada, querida Laila, es el día de los infiernos en la mitología cristiana. Efectivamente, tras su muerte en la tarde del viernes, Cristo desciende a los infiernos, donde ha de rescatar a los justos con la sangre de su propio sacrificio. Este viaje a los infiernos es la terrible condición previa que los dioses imponen siempre a los héroes que empeñan su vida en alcanzar un gran sueño. Así le pasó a Ulises, que en su esfuerzo por volver a Ítaca, hubo de someterse a los designios de Circe, que le ordenó viajar a la mansión de Hades para que en el reino de los muertos pudiese recibir los valiosos consejos de Tiresias de Tebas, "el ciego que nada perdió de su sabiduría, pues aún después de muerto, quiso Perséfone que fuera el único en conservar su lucidez y su razón entre las flotantes sombras". Tiresias predice a Ulises su ansiada llegada a Ítaca y la venganza sobre los pretendientes de Penélope, pero nada puede hacer por sus compañeros de armas caídos en Troya ni siquiera por su madre, que murió de desesperación por la larga ausencia de su hijo, y abandona el reino de la muerte. Lo mismo le sucedió a Eneas, que a instancias de su padre Anquises, ya muerto, debe visitar el Averno, donde se le revela el futuro que espera a su estirpe: el esplendor de la Roma, que habían de fundar sus descendientes, Rómulo y Remo, amamantados por la loba. Pero nada puede hacer por su padre y por sus amigos muertos que seguirán en los infiernos, donde las almas buenas pierden, después de mil años, la memoria y vuelven a la vida en otros cuerpos para perpetuar el círculo maldito de la vida y la muerte.

Ulises volvió a Ítaca, pasó factura a los pretendientes, restableció la paz obedeciendo a Atenea "con el corazón jubiloso" y vio cumplido su sueño del ansiado y feliz regreso.

Eneas al frente de sus troyanos llega a Italia, es recibido amablemente por el rey Latino, que le concede la mano de su hija Lavinia, vence en singular combate a su enemigo Turno y crea la estirpe que daría origen al gran pueblo de Roma.

Cristo, una vez que pasa por los infiernos, resucita al tercer día de su muerte, se aparece a sus leales, les encomienda la misión de difundir su doctrina y se eleva a los cielos.

Andando el tiempo, Pablo de Tarso, discípulo converso de Cristo, llega al Areópago en Atenas, donde se rinde culto a todos los dioses en ejemplar convivencia religiosa. Había incluso un altar dedicado al dios desconocido, circunstancia que aprovecha Pablo, alabando astutamente la religiosidad de los atenienses, para predicar la religión de Cristo, como ese dios desconocido. Con tolerancia acogieron los atenienses la predicación de Pablo, aunque a algunos les hiciese gracia lo de la resurrección de los muertos e incluso ganó algunos adeptos. Mal sabían los confiados y tolerantes atenienses que aquel dios desconocido iba a barrer con violencia a los otros dioses, quedándose él como único rey y señor de su venerado Olímpo.

Como ves, querida, en muy distintas cosas se ocuparon estos tres héroes nuestros al regresar de los infiernos, aunque los tres buscaron cumplir con sus sueños y con la utopía a que habían dedicado su agitada vida. Pero la verdad es que en el fondo de todas las utopías y de todos los sueños de los humanos subyace siempre la quimera de vencer a la muerte. Los héroes de nuestras religiones politeístas comprueban en los infiernos que la utopía es posible y la quimera no. En cambio Cristo, el gran héroe monoteísta, no acepta la voluntad de los dioses, renuncia a la utopía, porque "su reino no es de este mundo", y se abraza a la quimera de vencer a la muerte. Y aquí estamos, querida, en la llamada civilización cristiana que nos empuja a cambiar la utopía posible por la imposible quimera.