Con Manolo Vázquez Montalbán

en la memoria después de diez largos años.

Determinados acontecimientos de la vida española de estas últimas semanas nos pueden parecer increíbles; me parece increíble la actuación de ciertos alcaldes, que haciendo uso de su cargo electo se dediquen a la propaganda inconfesable, su nostalgia no me parece peligrosa, por lo menos no tanto como la del creciente populismo nacionalista de extrema derecha con corbata que triunfa en Europa, sí me parece increíble que se consienta que eso se haga desde la tribuna municipal. Tanto monta, cuando desde equivalentes foros se disculpa y exalta la violencia del terrorismo más reciente, actuante o durmiente. Sé que no se puede civilizar a nadie, si no es con la educación, pero quien quiera seguir sosteniendo la barbarie como ideal, ha de hacerlo en la intimidad de la tertulia y con auditorio voluntario.

También recientemente asistimos al homenaje de la iglesia católica a cientos de víctimas de la guerra. Por supuesto que cualquier organización legal puede escenificar los actos que estime oportunos de acuerdo con sus convicciones e invitar a sus miembros a asistir y participar; mas me parece increíble que oficialmente el Estado, por medio de miembros del gobierno de la nación participe en nombre de todos los ciudadanos y haya que presenciar, sin asistencia letrada, a las declaraciones del obispo Martínez Camino, portavoz de sus colegas, afirmar que el código civil español es una obra de Satanás ya que permite el matrimonio homosexual.

Sobran ejemplos y no hay que revolver para encontrar a quienes se parten el pecho diciendo que las heridas están cerradas, que lo pasado ya está pasado, que no hay que remover en las cunetas, son ciertamente increíbles, sin llegar a comprender que lo único que buscan las familias y amigos es saber dónde se encuentran unos restos perdidos.

Pero en el título prometía hablar de realidad y de ficción, dejemos lo redundante de la vida cotidiana para refugiarnos en la ficción, Vázquez Montalbán en 2002 dictó una conferencia titulada Memoria, la novela secreta en la que habló de cómo la técnica de control de la memoria colectiva se consigue sabiendo lo importante que es que el derrotado pierda su identidad y consigue influir en la memoria individual, considera que, salvo en situación histórica al límite, "es perfectamente legítimo que el escritor fabrique y manipule la memoria por cuanto la verdad en literatura está encerrada en el libro y no tiene que legitimarse fuera". En este sentido, precisó que "pocas veces el libro llega a ser bueno salvo que la verdad esté integrada en la verdad literaria".

Pero, aunque parezca inverosímil, el folio de hoy tiene como objetivo recordar una novela singular que justifica mentar la "ficción verosímil", se trata de Dientes de leche de Ignacio Martínez de Pisón, publicada hace ya cinco años, donde se nos relata la crónica social de tres generaciones inauguradas por Raffaele Cameroni, infeliz aprendiz de mercenario fascista italiano que busca fortuna en la guerra de España abandonando a su familia y que se reconstruye tras la victoria y el estraperlo en un triunfador, que sí actuará como un auténtico fascista en sus nuevas relaciones familiares ocultando su pasado a la nueva esposa, hijos y nieto. Es verdad que Martínez de Pisón apura a veces hasta el límite las reglas de la verosimilitud, siempre sale victorioso. Esa es la función del arte, que la tensión y la ternura que destilan sus páginas, aunque parezcan inverosímiles, no lo son. Como si acudiésemos a una confesión: la vida a veces es increíble y la ficción la representa verosímil.