Ahí fue donde comenzó a forjarse la leyenda de Baltasar Garzón como juez estrella. Se acaban de cumplir veinticinco años de la operación Nécora, que en realidad no recibió tal nombre hasta algún tiempo después. Aquella fue una espectacular macrorredada contra las principales bandas de narcotraficantes que operaban en las rías gallegas. No había precedentes de un despliegue semejante. Más de trescientos policías desplazados desde Madrid para evitar filtraciones apresaban en la madrugada del 12 de junio de 1990 a los más significados capos de la droga en Galicia, casi todos ellos antiguos contrabandistas de tabaco. Los pillaron desprevenidos, durmiendo tranquilamente en sus casas, aprovechando la impunidad y una cierta complicidad social con la que desarrollaban sus actividades criminales.

El histórico operativo fue posible gracias a la colaboración de dos confidentes policiales cuyos apellidos, Portabales y Padín, quedaron para siempre vinculados al que por entonces fue presentando como un gran éxito policial y judicial y que acabó en una gran decepción al darse a conocer en 2004 la sentencia de la Audiencia Nacional. Se hizo recaer el mayor peso de la ley sobre los lancheros y segundones y finalmente el Supremo acabó reduciendo a su mínima expresión las condenas a los jefes de los clanes y absolviendo a alguno de ellos ante la endeblez de las pruebas aportadas en unos sumarios que a posteriori, junto a lo sucedido en otros casos, reportarían al superjuez Garzón fama de mal instructor.

En la comarca de Arousa están aún frescos los recuerdos de aquellos agitados días en que más de uno creyó que se había aplastado la cabeza de la venenosa serpiente del tráfico de drogas a gran escala. Y si la pesadilla no acababa allí, desde luego aquello podía ser el principio del fin. Hubo aplausos en las calles a los magistrados, a los fiscales y a los mandos policiales por parte del grupo de madres coraje Érguete encabezado por la heroína Carmen Avendaño. Ellas llevaban años denunciando las devastadoras consecuencias de la cocaína y el hachís en miles de familias gallegas y la pasividad -cuando no connivencia- de las autoridades políticas a todos los niveles con un negocio ilegal y mortífero que movía miles de millones de pesetas, generando en su entorno un burbuja de falsa prosperidad, que nadie parecía querer pinchar.

Después de la operación Nécora vinieron otras, menos mediáticas pero bastante más eficaces a la hora de poner a la sombra a los reyes del narcotráfico arousano y a sus socios, colaboradores y testaferros, que a pesar de todo siempre, aún hoy, encuentran sucesores para que no llegue a detenerse nunca la infernal máquina de matar en vida a generaciones enteras de jóvenes en la flor de la vida. Después de Garzón, otros jueces, como Vázquez Taín, se las tuvieron tiesas con los nuevos capos y sus colaboradores, contando, ahora sí, con el aliento de esa mayoría social que cayó del guindo, gracias a iniciativas como la Fundación Galega contra o Narcotráfico y otros pequeños grupos de agitación, que aún nos convocan a no bajar la guardia en la lucha contra la hidra.

A estas alturas, tampoco se debería minusvalorar la valentía de un puñado de periodistas que, sobre el terreno y jugándose el físico, nos fueron descubriendo el alcance del fenómeno de las redes de narcotraficantes en Galicia. Dieron la cara y la talla, apoyados por sus respectivos medios. Su labor fue decisiva a la hora de romper con la omertá y las leyes del silencio que por su propia naturaleza rodean este tipo de fenómenos. Pero tan o más importante que la revelación de nombres y organigramas de las mafias arousanas, y que el relato mismo de sus "hazañas", fue lo mucho que contribuyeron a crear conciencia entre la gente de a pie ajena al problema de las drogas y en las instituciones sobre la necesidad de continuar la guerra sin cuartel contra un auténtico enemigo público que nunca caerá en la tentación de darse por vencido.