No se han maravillado ustedes alguna vez mirando a su alrededor? Por favor, no pierdan la capacidad de sorprenderse. La Humanidad, pese a todos los desastres que tenemos alrededor y todo el sufrimiento absolutamente innecesario y ligado, de alguna forma, a la codicia, ha progresado mucho en sólo unos pocos cientos y, especialmente, decenas de años. Hoy una persona de mi edad, cumplidos bien los 47, puede mirar a un cierto futuro de pongamos dos o tres décadas sin ninguna certeza pero con bastantes posibilidades. Hace nada aquí, y todavía en algunos lugares, esta edad rebasaría nuestra esperanza de vida. La ciencia y sus avances, con todos los matices que ustedes quieran, lo hacen posible.

El conocimiento, cultivado desde tiempos ancestrales por civilizaciones de las que no sabemos mucho de lo que llegaron a aprender, ha sido creado, recogido, coleccionado y amplificado por diferentes culturas, muchas veces de forma simultánea pero inconexa. La ciencia ha ido bebiendo así de muchas fuentes, que ha permitido la derivación de una gran parte del conocimiento hacia una técnica cada vez más sofisticada. Hoy les escribo con un aparato curioso, de proporciones pequeñas, pero que es capaz de atesorar más datos que enormes supercomputadores, alojados en gigantes salas, en los comienzos de la era digital. Al tiempo, mandaré mi texto al periódico utilizando un sistema de comunicaciones, análogo al que tenga usted en su casa, imposible de soñar hace pocos años. El propio periódico, para maquetar y cerrar esta página y el resto del diario que se preparó con mimo esta noche, utilizó herramientas ciertamente potentes y sofisticadas, que les mandan las oportunas órdenes a una rotativa de vanguardia para que usted pueda disfrutar de su ejemplar puntualmente. Y, aún por encima, todo ello estará colgado en una inmensa nube donde por conocimiento no será... ¡Ay, si Gutenberg levantara la cabeza!

Pero el conocimiento también puede torcernos la cara, y provocar problemas y hasta completos desastres. Hoy les escribo en los días del setenta aniversario de uno de ellos, que a mí me provoca especial sensibilidad. ¿Por qué? Por el tipo de tecnología usada, el impacto que tuvo y sigue teniendo muchas generaciones después, y por el mecanismo de toma de decisión que se utilizó para activarlo, donde seguramente pesaron argumentos mucho más jugosos para algunos y su industria que el de ganar una casi finiquitada ya segunda gran guerra. Hablo, como no, del proyecto Manhattan y su producto, la bomba atómica. Y, más concretamente, de las explosiones de tales bombas sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki, los días 6 y 9 de agosto de 1945. Pura destrucción sobre civiles inocentes, que hoy siguen muriendo -ellos y sus descendientes- víctimas de todo tipo de horribles mutaciones.

La Física es bella. La capacidad de conocer los entresijos más íntimos del átomo, mucho más. Y las aplicaciones que cada día se verifican en nuestro entorno, y que nos dan vida y esperanza, lo son de forma superlativa. La radioterapia, por ejemplo, es la responsable hoy -sola o coadyuvando otros tratamientos- de la curación o atenuación de los efectos de enfermedades de otra forma mortales. Pero si la potencia que dimana de tal conocimiento se utiliza para la destrucción, los efectos pueden ser letales para toda la Humanidad. Hay hoy cabezas nucleares, fabricadas y almacenadas en silos, suficientes para matar varias veces a todo el planeta. Hoy los observadores internacionales estiman en casi 15.700 las bombas atómicas que hay, por lo menos, en el mundo, de mucha más potencia que la que destrozó Hiroshima. Y esto, que se utiliza de forma disuasoria, tal y como ha venido ocurriendo en las últimas décadas y especialmente en el contexto de la Guerra Fría, puede volverse algún día en nuestra contra.

Los japoneses, y muchas otras personas de muchos países, han recordado estos días a los miles de personas asesinados por la bomba. Fueron ciento cuarenta mil víctimas directas en Hiroshima, entre las setenta mil que mató la explosión y los que caerían a miles en los días posteriores, por quemaduras y efectos de la radiación, a los que hay que sumar las muertes diferidas a partir de ahí. En 1950, sólo en Hiroshima, se estimaban doscientos mil muertos. Y han sido muchos más hasta hoy.

El Gobierno de Shinzo Abe, en tal contexto, pretende reformar en este tiempo la Constitución japonesa para que su ejército se pueda embarcar en misiones internacionales, rompiendo sesenta años de pacifismo exterior explícito en la nación del sol naciente. Muchos le critican, por todo lo que supone de involución desde un estado de las cosas en que para superar tal horror sólo cabe la más absoluta neutralidad y renuncia explícita a la violencia. Yo lo comparto, y creo que el país asiático, que tuvo la valentía y la fuerza de levantarse varias veces tras todo tipo de desastres, no debería romper tan pulcro legado de sus antepasados.

La Física, que tantas satisfacciones a mí me da y que es parte del ámbito más romántico, teórico y abstracto de la ciencia, también puede matar. A miles de ciudadanos de Hiroshima lo hizo, por el simple hecho de unir dos pedazos de uranio 235 enriquecido, hasta lograr una masa crítica, contenidos en el vientre de Little boy. Con eso, la bomba reventó a varios cientos de metros del suelo, y la fisión nuclear y su imponente energía lo calcinó todo a la redonda en muchos kilómetros, a más de cuatro mil grados... La recreación más exacta del infierno. Un infierno que, tres días después, volvió a matar en Nagasaki, esta vez de la mano del Plutonio 239. Dos buenos ejemplos, dramáticos y execrables, de que el mismo conocimiento que salva también puede matar...