Lo escribí hace dos semanas. Hay en la calle, compatible con cierta preocupación no mayoritaria, una tranquilidad, una distancia, un desinterés por lo que suceda en Cataluña que bien pudiera deberse a la seguridad de que nada importante va a pasar más allá del griterío político de dirigentes y militantes. Nadie o casi nadie cree que Cataluña pueda ser un Estado independiente porque fuera de España y de la UE hace demasiado frío. Nada va a sucederles a los hijos y a los amigos que viven y trabajan allá desde hace tantos años y están a gusto en Cataluña. Seguirán siendo españoles y cobrarán sus pensiones. ¡Qué debates tan absurdos y estériles! Hoy se celebran sólo unas elecciones autonómicas de las que saldrá un parlamento muy fraccionado que deberá elegir un presidente, que habrá de formar gobierno, que deberá presentar con prisas un presupuesto y dedicarse a gobernar mejor que el que ahora está en funciones y preside Mas. Su disparatada aventura no tiene respaldo europeo ni internacional alguno, no cuenta con la bendición del dinero e indigna a la mitad de los catalanes y al resto de España. El Gobierno español cuenta con un ordenamiento jurídico que le proporciona instrumentos sobrados para impedir el disparate. Instrumentos suaves y contundentes. Y tiene la determinación de emplearlos. No, la independencia no es creíble.

No les oculto que a mí, como a millones de españoles, la escena de las banderas en el balcón del Ayuntamiento de Barcelona me ha causado tristeza y enfado. Porque la ley obliga a que la española ondee en lugar principal en todos los ayuntamientos, porque forcejea para retirarla el segundo de Colau después de que la estelada, no oficial sino de ERC, se exhibiese sin el menor obstáculo y porque el esperpento, imposible en Francia, Gran Bretaña, Estados Unidos o Alemania, es la cruda escenificación de la fractura social y política que vive Cataluña. Fractura latente desde hace mucho tiempo y ahora patente entre una ciudadanía no nacionalista, catalana o no, y otra excluyentemente nacionalista que, desde el poder, nunca ha dejado de imponer sus exigencias hasta llegar a la deriva actual. Sin necesidad de la cursilería esa de "os amamos", lo cierto es que la política, la economía, la cultura, el civismo y la seriedad de la sociedad catalana han gozado del respeto y la admiración del resto de España durante las últimas décadas, pero los políticos nacionalistas con su victimismo, sus falsedades, su intransigencia y su irresponsabilidad se han empeñado en erosionar, y lo han conseguido, ese caudal de respeto y admiración.

Veremos lo que resulta hoy pero si, lamentablemente, gana la candidatura independentista será también por los deméritos de los partidos contrarios, empeñados en batir a Mas, sí, pero también y casi con más interés en hundir a Rajoy en una campaña en la que el sectarismo contra el PP ha batido todos los récords. Y no han estado solos. El País, qué lástima,daba portada este jueves a Iglesias, "catalanes, quédense y echemos juntos a Rajoy"; el mismo día, en el colmo de la irresponsabilidad, nos obsequiaba con un artículo de los socialistas Odón Elorza y Escudero que planificaba y alfombraba melifluamente la segregación, y el viernes ofrecía su página de opinión a un farragoso Sánchez que equipara a Mas y a Rajoy en responsabilidad, "es de ellos de quien debemos prescindir". En enero no renovaré mi suscripción.