No sé qué enlaces neuronales me han traído, otra vez, a la memoria una vieja novela; todo comenzó con la muerte del niño sin vacunar de la difteria el pasado junio y la irremediable de la niña de Santiago con enfermedad incurable, torturadora. He recuperado notas remotas.

Quizá por eso hoy les hablo de Luisa Forrellad y su primera novela Siempre en capilla, premio Nadal en 1953, otra mujer que ganó este premio después de Carmen Laforet, Elena Quiroga, Dolores Medio y que todas fueron abriendo camino a Carmen Martín Gaite o a Ana María Matute. Quizá haya sido Forrellad la que más desapercibida pasó, no en su momento, sino en las largas décadas que permaneció en silencio hasta el 2006 en el que recupera su producción en catalán Foc Latent, Sempre en capella (2007), Retorn amarg (2008), El primer asalt (2009) y L'Olor del mal (2010). Ella misma confesaba no hace muchos años que en su juventud, nació en el 27 y tenía 26 años el año del premio, se la menospreciaba, incluso se la llegó a acusar de plagio, que no tenía el Bachillerato y no había podido estudiar medicina. Encarnaba la discriminación por ser mujer y pertenecer a una clase media poco estimada.

La novela trata de las vicisitudes personales y morales de un grupo de médicos jóvenes, Leonard, Jasper y Alexander, que se ven enfrentados a una epidemia de difteria en la Inglaterra del siglo XIX , en un suburbio de Londres; no hay tratamiento médico para la enfermedad; por esto Jasper, siguiendo los métodos científicos de Pasteur, está desarrollando una vacuna, aun cuando no osa probarla en humanos. Un asesinato misterioso precipitará de forma sorprendente los acontecimientos y pondrá en riesgo la vida de los protagonistas. Se inscribe en un realismo social muy acentuado, pero sin caer en melodramas ni exageraciones. Es precisamente su sobriedad y la viveza del estilo lo que concede a esta obra una fuerza que le permite seguir siendo una lectura interesante pasados más de sesenta años.

Los personajes de la historia, sin ser descritos en detalle, reflejan pinceladas suficientes para trazar un espacio, un espacio moral ante todo, en el que se debate sobre el sentido de lo que las personas anhelan, la necesidad de buscar una vocación o algo que llene la vida, y la enfermedad de la voluntad, convertida a veces en enfermedad física, que corroe las ganas de vivir a través de la apatía.

En algunos pasajes la novela tiene un ligero tinte gótico que la hace aún más atractiva, y hasta algún detalle policíaco, como el crimen que cambia el sentido de la trama de un modo que quizás hoy nos pareciese poco admisible; pero que, en la época en que se escribió, era perfectamente ético.

Los enfermos viven o mueren con perfecta aleatoriedad, sin que podamos adivinar por las simpatías del narrador su destino, y eso siempre es de agradecer. Lo que no logra sobrevivir es la inocencia.