Parecen triviales, querida Laila, pero hay momentos mágicos que jamás se te borran de la memoria. No sé la fecha, pero era uno de esos días del inicio del invierno en que cae la noche a media tarde. Hace un poco de frío y las losas pulidas de Compostela brillan de la lluvia mansa recién caída y de la luz tenue de las farolas. Eran muy escasos, dos o tres, los viandantes que iban arrebujados por la Rúa Fonseca hacia el Obradoiro. Ya desde Platerías, me atrae la melodía grave y dulce de un saxo: lo único que se oía entre los pasos rítmicos de los transeúntes y tras las campanadas de la Berenguela. Me dejo llevar y allí estaba al final de la calle. Adosada su espalda al muro lateral de San Xerome, apoyándose en la pierna izquierda y con la planta del pie derecho pegada a la pared. Vestía un anorak desvaído y un vaquero raído, clareado del desgaste. Con la cabeza inclinada, se centraba en la digitación de las llaves del saxo, que llenaba la noche de dulce melancolía. Me pareció un virtuoso y recuerdo que pensé: "No cabe duda, el saxo es el chelo de viento y, como él, suena muy bien solo". Este recurrente recuerdo me volvió ayer cuando leí, no sé dónde, que se cumplían doscientos un años del nacimiento de Adolphe Sax, inventor y constructor de este instrumento. Por eso saxofón: la voz de Sax. El saxo, que es belga de nacimiento, pronto adquirió carta de naturaleza en la música europea, pero alcanzó las más altas cotas de popularidad y el mayor desarrollo de sus posibilidades cuando emigró a América y se convirtió en el instrumento de referencia del jazz, género hoy universal e hijo de la concurrencia de la cultura musical europea con los ritmos y armonías de origen afroamericano.

Algo parecido, querida, le pasó al bandoneón que, desplazando al clarinete, se convirtió en el alma instrumental del tango. También el bandoneón nace en el corazón de Europa, para acompañar los cantos religiosos en las comunidades evangélicas alemanas, y llega a América de la mano de marinos y emigrantes para instalarse en las dos orillas del Río de la Plata. Fueye le llamarán los porteños, en lunfardo, aludiendo a su morfología. El bandoneón es una de las aportaciones europeas más tangibles a la gran fusión de formas musicales de tres continentes que se produce en el corazón de las clases populares argentinas y uruguayas, nacidas del gran mestizaje debido a una de las mayores oleadas migratorias de la historia. Así surge el más global, quizá, de todos los géneros musicales que canta y danza las emociones intensas e íntimas de hombres y mujeres muy duramente enfrentados a la difícil construcción de sus propias vidas personales y colectivas. Hay dos hechos reveladores de la gran carga cultural y de dignidad humana que aporta el tango: fue perseguido por la jerarquía católica, que lo tachó de inmoral, y acabó siendo declarado por la Unesco patrimonio inmaterial de la humanidad.

Hoy, querida, a esa vieja Europa, que antaño emigró y fue acogida en tantos lugares del mundo, le toca acoger y se ve que no sabe ni ha aprendido a hacerlo. Parece mentira, pero no ha comprendido aún que la migración es connatural a los seres humanos y a los pueblos y que la dignidad y la inteligencia aconsejan asumirla y gestionarla bien. No ha entendido lo inútil de poner puertas al mar y lo canallesco de ir contra natura. Es alarmante que la región probablemente más próspera, equilibrada y, en conjunto, más libre del mundo esté mostrándose incapaz de superar los problemas y conflictos que la emigración puede traer y de aprovechar lo bueno y lo bello que los que llegan siempre traen. La emigración, querida, es y debe ser un instrumento útil para los que están y para los que llegan, como lo fueron el saxo y el fueye.

Un beso.

Andrés