Corren tiempos ciertamente convulsos a la hora de hablar de los territorios que conforman la actual España. Nacionalismos y españolismos, que es lo mismo que nacionalismo español, se concatenan cual tesis y antítesis hegeliana, pero sin llevar nunca a una síntesis parecida a algo medianamente productivo en términos de cordura y pacto social y político definitivo. Y es que hoy parece que, si uno habla de un lugar, lo ha de hacer necesariamente desde una de las encorsetadas visiones peleadas entre sí, la de los unos o de los otros, y no simplemente por hablar. Pues precisamente, cómo no, me tienen ustedes a mí en actitud profundamente diferente, compartiendo maravillas de un lugar mágico en el que he estado ahora unos días. Sin más. Sin renunciar a una realidad dinámica donde el cambio es siempre un instrumento al servicio de una ciudadanía verdaderamente soberana. Y, al tiempo, sin perder demasiado tiempo en luchas mantenidas artificialmente -las luchas, no las posiciones- desde intereses creados, que alimentan a unos pocos.

A lo que voy. Pónganse en La Bureba. En Poza de la Sal, por ejemplo, escenario del diapiro salino más grande de Europa y de los más importantes del mundo y con una pujante industria, en otro tiempo, a partir de los extintos saleros de interior. Transpórtense, a partir de ahí, en cualquiera de los mágicos escenarios de esa comarca o de la vecina de Las Merindades, que conforman una parte de la siempre prodigiosa, mágica y bella provincia de Burgos. Enclaves como Frías, la ciudad con tal rango más pequeña de España, de trazado medieval debajo de un imponente castillo, a orillas del Ebro. Oña, al pie de los Montes Obarenes y bañada por el río Oca. O la antedicha burebana Poza de la Sal, un deleite para los ojos, vista desde el páramo, y que conjuntamente con los municipios antedichos forma la mancomunidad Raíces de Castilla. Un sitio precioso, como muchos otros con que nos ha obsequiado Burgos en estos años, y que nunca dejan de asombrar al viajero por su diversidad y variedad, belleza serena y abundancia.

Pues allá he estado, tras los pasos de Félix Rodríguez de la Fuente, comunicador donde los haya habido, y pionero en nuestro país del ambientalismo y el conservacionismo. Un espíritu adelantado a su tiempo, que cosechó no pocos enemigos por sus tesis sobre la protección de la naturaleza, al tiempo que fue capaz de seducir a un país entero que, por aquel entonces, pateaba a perros sin consecuencia, o regalaba a sus chavales escopetas de balines para disparar a los pájaros. Félix y sus colaboradores introdujeron en estas latitudes el amor por la naturaleza, y él fue capaz de mantener en vilo a familias enteras, en el salón de casa, viéndole rescatar de una muerte segura a la anaconda del Llano venezolano, acompañar en su vuelo al águila imperial o al buitre leonado, o describir la sutil capacidad predadora de ese vivérrido de dos kilos de peso llamado jineta, que hoy ronda en nuestro entorno más próximo después de introducirse, desde África, en la península Ibérica. Y todo ello con los medios técnicos de la época, rodando en cine de 35 milímetros, innovando constantemente y superando dificultades y retos.

No hace mucho frío estos días, pero sí el suficiente para que los dedos se me queden un poco ateridos mientras tecleo estas letras, mensaje íntimo que comparto con ustedes. Me sitúo cerca del monumento con el que un conocido programa de televisión y su director, Iker Jiménez, ha querido rendir homenaje a Félix hace pocos meses. A mi espalda, el páramo. Y, mucho más allá de lo que abarca la mirada, una comarca infinita que incluye, en primer término, ese cráter de dos kilómetros y medio de diámetro, fruto del fenómeno del diapirismo salino, una intrusión de sales muy antiguas, deformables y muy plásticas, en las capas sedimentarias más recientes y quebradizas de la corteza terrestre. Imagino entonces la antigua actividad fabril en sus más de dos mil documentadas salinas, alimentadas por el agua que sale de la tierra previamente alimentada desde las treinta cañas excavadas para inyectarla y producir, así, la muera. Almacenes Reales de sal y toda una industria en auge, solo desmontada y desarticulada por la pujanza posterior de la industria litoral de la sal, muchísimo más barata...

No hace demasiado frío para lo que cabría esperar en estas fechas, no, y la noche cae rindiéndose a sus estrellas. Y uno se imagina a alguno de los miembros de la manada de la que Félix fue macho alfa, atravesando la noche con su aullido. Al tiempo, al lobo representado junto a él en su monumento parece que le brillen los ojos. La serenidad bajo los tres cielos de Poza de la Sal es, entonces, extrema... Sobrecoge.

De mañana, dejando atrás ya Briviesca y enfilando el camino a casa, enciendo la radio. Las noticias hablan de la investidura del señor Puigdemont como president de la Generalitat y las reacciones, de todos los colores, al respecto. Nada nuevo o fuera del guión. Y, una vez más, contertulios y reporteros vuelven a especular sobre pactos y vetos, poder y espadas en alto en un panorama político nacional donde los irreconciliables están condenados a entenderse, enriqueciéndose así el debate y mejorando cualquier propuesta unilateral. Vuelvo a imaginar La Bureba, Poza de la Sal y la Cueva la Verana, donde dicen que Félix y sus amigos disfrutaban como nadie del medio natural. La carretera, casi desierta, se me antoja un remanso de paz. Es entonces cuando sonrío. Y sigue sin hacer frío.