Es viernes por la tarde, y me siento delante del ordenador para escribir estas líneas. La radio ha informado hace un rato de que la continuación de las negociaciones de los miembros del Consejo Europeo sobre unas nuevas condiciones del Reino Unido para su permanencia en la Unión Europea se han pospuesto a esta noche , en el contexto de una cena en la que los mismos participarán. Estaba previsto que los trabajos se reanudasen al mediodía, pero parece que el acuerdo definitivo, que parece que podría estar bastante bien encarrilado, se demorará aún un poco. Antes, representantes de las diferentes delegaciones negociaron y limaron asperezas para que el Consejo, en un plano mucho más político e institucional, dé la bendición a lo que supondrá la principal carta del primer ministro Cameron para asegurar un referéndum proclive al mantenimiento de su país en la Unión.

Pero ¿qué pasaría si finalmente no hubiese acuerdo o, aún habiéndolo, el referéndum fuese ganado por los euroescépticos o por los manifiestamente contrarios a la permanencia de Londres en la Unión? Reviso lo publicado sobre las consecuencias de tal hipotética salida, y casi todas las crónicas se centran en lo económico. No es baladí ni asunto menor, ya que Reino Unido sigue siendo uno de los pilares de la construcción paneuropea desde todos los puntos de vista, y el volumen económico de las transacciones entre ese país y la Unión es muy importante. Pero, si les digo la verdad, y esta es la lógica de estas líneas, a mí me preocupa mucho más el significado político y conceptual de una ruptura de tal calibre, precedente catastrófico en la idea de una Europa común.

Llámenme euroutópico, quizá, pero soy de los que piensan que una Unión Europea cada vez más fuerte es la salida más natural, y quizá la única con ciertos visos de éxito, al actual estado de fragmentación del territorio de Europa, fruto de la Historia, poco compatible con el contexto internacional de hoy y sus retos. Y es que, con unas distancias cada vez más relativas y unos flujos económicos de naturaleza global y de escala planetaria, seguimos empecinados en mantener, con todo su esplendor, las divisiones administrativas que provienen de siglos atrás. Mientras, nuestra posibilidad de acometer estrategias conjuntas para abordar nuestros problemas, se ve menoscabada por la existencia de diferentes niveles locales, regionales, nacionales y supranacionales de gobierno, y todo es farragoso, complejo, difícil y, en muchas ocasiones, imposible. La necesaria simplificación en el ámbito local que hemos propugnado desde esta columna tiene una extrapolación al ámbito internacional, y hoy hay países parecidos, con problemas similares, población muy mezclada, un corpus legislativo supranacional y una moneda comunes, entre otros muchos avances de unidad, que no avanzan o lo hacen poco en términos sociales y económicos, lastrados por posiciones enquistadas de soberanía nacional. Creo en Europa, sí, pero en una Europa mucho más piña alrededor de valores y formas de vida, y no únicamente en mercados y mercaderes, intereses creados y lobbies. Una Europa que no abunde en diferentes velocidades para sus socios, y que no acreciente sus fisuras, sino que tienda a una convergencia real.

Con todo, entenderán que me preocupe el Brexit. Creo que si el Reino Unido se va, malo. Pero si se queda con sus propias normas, con su baraja marcada y llevándose el balón si no se acepta todo lo que diga en el partido que hoy se está jugando, casi peor. Fomentará las singularidades y las veleidades rupturistas buscadas y reivindicadas por algunos otros socios comunitarios, y terminará por reventar no ya la visión europeística de Schuman y de Monnet, sino incluso los avances tangibles, en casi todos los temas, de las últimas décadas. La cuestión del Brexit o de una participación tuneada del Reino Unido no es para mí, entonces, solo una cuestión económica o de índole operativa. Es un daño que, sea cual sea la solución a la que se llegue, ha afectado ya al tortuoso camino de la construcción europea, hoy más lejos que antes.

Entre los objetivos de Cameron, no lo olvidemos, está el abandono explícito de la idea de la unión política de Europa. Esto, para mí, es un ataque sin precedentes a los procesos de armonización iniciados en su día. Si sumamos el planteamiento sobre inmigración intracomunitaria esgrimido desde Downing Street, terminamos de entender qué fotografía se quiere sacar a la nueva Unión Europea resultante. Quizá un mero mercado común, donde Londres tenga mucha mayor influencia, y la zona euro no ningunee a quien no está por su propia decisión en esa moneda, manteniendo la divergencia social y económica entre norte y sur, y poco más.

Resumiendo, yo creo que hemos perdido ya. Si hay Brexit, porque eso sería fatal para la idea de la construcción de Europa. Y, si no lo hay, porque nada volverá a ser como antes. Habrá países que ya habrán explicado que solo juegan si, también, arbitran e incluso cambian las reglas.