Saludos cordiales en esta nueva edición del periódico, en un nuevo día completamente inédito que nos disponemos a vivir juntos si la Naturaleza nos deja y nada pasa. Hoy me acerco por aquí con una reflexión abstracta, pero que creo que es muy de actualidad y que fija posiciones concretas en estos tiempos convulsos de instituciones manchadas y una sociedad lastimada, polarizada y bastante rota. Pasen, por favor, y vean. Y, si quieren, opinen. He planteado muchas veces la urgente necesidad, desde mi punto de vista, de otra fórmula para la Jefatura del Estado. Al margen de detalles operativos en los que se insiste a veces -su coste, quién debería ostentar tal dignidad, etcétera-, lo mío son más los argumentos basados en el pensamiento abstracto, mucho más orientados a ir a la esencia de las cosas. Y es que, ontológicamente, no deberíamos otorgar a nadie la facultad de representarnos y, de alguna forma, gobernarnos a todos, solo por el hecho de ser hijo o hija de quien lo haya hecho previamente, y progenitor, a su vez, de los sucesivos. ¿Por qué? Por dos cosas, a mi juicio. Pasen y vean.

La primera, porque el vector paterno-filial se ha demostrado en la Historia como una verdaderamente pésima herramienta a la hora de asegurar las virtudes y competencias necesarias para el desempeño de tal tipo de cargo. Ha habido reyes en nuestra historia particularmente brillantes cuyos hijos dejaron mucho que desear no solo en rendimiento intelectual, sino en empatía con los habitantes del país, voluntad, etcétera. Y viceversa. Ha habido reyes con muy escasas capacidades cuyos hijos, fíjate tú, dieron el do de pecho. Con todo, la descendencia no asegura que estemos teniendo al mejor posible. Ni mucho menos.

El segundo argumento es más teórico y conceptual. Encumbrar a alguien como rey implica, necesariamente, reducir a los demás a súbditos, sin una buena lógica subyacente. Con un planteamiento basado en un enfoque de derechos, esto es duro de digerir. Nadie es más que nadie, y aquellas visiones clásicas del despotismo absoluto, en las que el poder se le otorgaba al rey directamente de la divinidad, están un poco trasnochadas. Ahora los partidarios de las monarquías acostumbran a usar argumentos más operativos, o comparativas con otros Estados donde pervive una monarquía, por diferente que esta sea. Pero, repito, lo importante es la esencia de las cosas... ¿Por qué unos señores y su familia, los que sean, van a ser encumbrados por delante de todos los demás? ¿Tiene algún sentido? Fíjense que, en estos mismos términos, me expresaba yo en este periódico hace más de diez años, en un tiempo de casi completo enamoramiento de la institución monárquica por buena parte de la sociedad española... Hoy, sin embargo, parece que la cuestión está mucho más madura para un cambio...

Pero no quería hablar yo hoy sobre esto, sino sobre otra cuestión relacionada y, como les decía, bien de actualidad. Pongámonos, para ello, en la situación actual, en la que la monarquía es una realidad y en España ostenta la Jefatura del Estado. De acuerdo. Pues bien, yo sostengo que, si hay reyes o mientras los haya, entonces estos tendrán que afrontar hasta sus últimas consecuencias algunas consecuencias derivadas directamente de la existencia de tan singular posición ante la sociedad. No se puede tener una posición verdaderamente extraordinaria y, a partir de ahí, pretender ser una persona más, unos "jóvenes más de su tiempo", como a veces se catalogaba a los infantes hace unos años desde algunos medios de comunicación. No. Hay reglas.

Y es que, para mí, no todo vale. Y uno de los corolarios más directos de esta forma de pensar es que, si son reconocidos como tales, los reyes no pueden tener amigos. ¿Por qué? Porque, entonces, están de alguna manera proyectando una cierta asimetría social sobre el conjunto de esta sociedad. Dicho de otra manera, la existencia de la categoría de amistad con una realidad tan singular como la monárquica provocaría la elevación de determinados ciudadanos o ciudadanas sobre otros ciudadanos o ciudadanas. Y todo ello -claro está- independientemente de que tales amigos o amigas obtuviesen efectivamente cualquier tipo de favor o privilegio por ello en terrenos como lo social, lo político o lo económico. No es un problema de corrupción. Es un problema teórico de la lógica derivada a partir de la existencia de una realidad demasiado singular.

Todo esto se puede aplicar ahora a las presuntas palabras de ánimo, obtenidas por la Guardia Civil según algunos medios de comunicación, de los actuales titulares de la Corona a una persona imputada en diferentes causas, en que a ese entonces amigo se le dice que se le quiere y que se cree en él independientemente de lo que se diga por ahí. Y se podría plantear también respecto a los círculos de poder económico que, a escote, costearon en el pasado determinadas inversiones, como un gran barco, para el disfrute del hoy Rey emérito, aunque la titularidad real de tales activos pasase a ser de Patrimonio Nacional. Ninguna de las dos cuestiones es, desde mi humilde punto de vista, adecuada ni pertinente. Los monarcas, por la asimetrización social derivada de sus relaciones de amistad, influyen efectivamente de alguna manera -lo pretendan o no- en el devenir de las cosas y las personas. Y eso lastima a una sociedad donde, de derecho, no debería haber diferencias...

Ya ven. Derivadas prácticas de argumentos teóricos, en un día de marzo en que celebramos el San José... Sean felices...