El pasado 21 de marzo fue el Día Internacional de la Poesía, pero tan solo se celebró en selectos cenáculos literarios. Aquellos mismos a los que, en su día, Juan Ramón Jiménez se dirigió como "la inmensa minoría". Así pues, la fecha no trascendió a los medios, o bien, pasaron de puntillas, dejando el acontecimiento sin pena ni gloria. No obstante, no hay de qué extrañarse, si tenemos en cuenta los siguientes datos: los españoles se encuentran a la zaga respecto de la lista de los diferentes lectores europeos. Y si a esto añadimos el hecho de que la poesía es un género con pocos adeptos, frente a la furia comercial de los best-sellers, el resultado es más que predecible.

Hasta donde alcanzan mis recuerdos, la archirrepetida cantinela "malos tiempos para la lírica" ha sido una realidad recurrente, tanto desde mi experiencia como lectora como desde mi perspectiva creadora. No sin razón me decía hace poco uno de mis editores, Pepo Paz, de la editorial Bartleby, una gran verdad: "La poesía no da de comer, pero si es lo que te apasiona, debes hacerlo". Cierto. Puede que el arte poética no me dé pan, pero alimenta con creces mi espíritu y me recompensa por encima de cualquier cuestión crematística. Que los poetas han sido y somos unos muertos de hambre, por regla general, es una verdad como un templo y no un cliché, si nos atenemos a lo que estrictamente nos devuelve el vil metal. Malos tiempos para la lírica y malos tiempos para todo lo que atañe al alma humana. Parece como si nunca hubiese existido una época floreciente y dorada, pero decir esto sería incurrir en una enorme falacia y en una injusticia histórica.

El meollo del asunto no es más que un problema de mala educación literaria. Si bien es cierto que la poesía ha sido considerada durante siglos el género supremo por antonomasia, no lo es menos la desidia y el recelo con la que los lectores, en general, la han ido tiñendo, progresivamente, hasta condenarla al ostracismo en polvorientos anaqueles de librerías y bibliotecas. Pero volviendo al problema educacional, nos encontramos con que todo aquello que no sea de rápido consumo resulta ser el peor repelente. Y la poesía tiene su ceremonia, su ritual. Consumo y poesía se encuentran en las antípodas.

Aunque se están empezando a crear en los colegios actividades para desarrollar las habilidades intelectuales para una correcta lectura e, incluso, concursos, cada vez aumenta más el rechazo hacia la misma. Se preguntarán ustedes el porqué, como me hago yo. Aunque de buenas a primeras, parezca que me voy por los cerros de Úbeda, tal vez, el quid de la cuestión radique en el cambio de las antiguas actividades lúdicas, frente a las que hoy imperan. Los niños han dejado de jugar, de imaginar, de interactuaron otros niños. El juguete clásico y el juego en sí -ya sea entendido en forma de muñeco, plastilina o el escondite- han pasado a la historia, y, tristemente, en el lote, el libro de cuentos. En la infancia más tierna nos acunan las nanas y las canciones, que son música y verso, pero luego llega el desdén. Concluyo, finalmente: si la capacidad creativa de los más pequeños se ha atrofiado, ante una errática educación permisiva y la acomodaticia pasividad de padres y tutores, la consecuencia natural ha de ser el desapego por todo lo que exija un esfuerzo del intelecto y un proceso temporal a largo plazo. Aprender a leer no consiste en saber el alfabeto y juntar sílabas, es algo que nos acompaña toda la vida y que, en el caso que nos ocupa, la poesía, es un ejercicio de degustación, que conlleva actitud y aptitud.

Las humanidades han sido defenestradas en nombre del progreso técnico. ¿Qué pasará cuando todo lo que nos rodee pierda su naturaleza humana? Nos queda la esperanza: "Podrá no haber poetas, pero siempre habrá poesía", Gustavo Adolfo Bécquer.