Hay personas que pasan demasiado tiempo de su vida odiando. Muchas veces, incluso, lo de menos es el motivo. Se trata de odiar, de vilipendiar, de denigrar, de lastimar sin más... Personas que tienen tan claras las cuadrículas y los vértices de su propia forma de ver la vida, que obvian que existen, sobre el planeta, unos 7.500 millones de variantes de tal ejercicio. Tantas como seres humanos, por supuesto.

Pondré un ejemplo en un terreno siempre movedizo, como es el de la espiritualidad. Hay quien considera, legítimamente en su esfera individual, que una determinada deidad -su Dios- lo organiza todo según un plan preconcebido. Pero, a veces, de aquí se colige que, por tanto, -y aquí viene el gran dislate- todos los demás tienen que seguir tal plan que tal persona ve de forma nítida. Del mismo modo, hay quien piensa que ningún Dios es posible -legítimamente para su uso personal- y que, por tanto, nadie tiene el derecho de hacer las cosas -las suyas, claro está- según tal designio divino ha dejado marcado. Pues, de nuevo, craso error. El arte en esta cuestión es que todos y cada uno de nosotros y nosotras nos comportemos en lo individual como queramos, salvaguardando el terreno de la norma y la conveniencia colectivas, y respetando mucho a los demás. En la casa de cada uno quien inspire cada acto y cada pensamiento, sea una espiritualidad de libro o un rollo mucho más personal, es cuestión del individuo. Y, por favor, déjense ya de odiar, para el poco tiempo que vivimos y, sobre todo, que vivimos bien y sin los sobresaltos naturales e inevitables que la vida siempre nos trae...

Otro terreno que siempre ha sido complicado, aunque se va normalizando, es el concerniente a la moral sexual. Podría decir aquí que hubo un tiempo donde las relaciones homosexuales estaban condenadas al ostracismo social o a la ley de vagos y maleantes. Podría, sí, pero si hablamos con miras un poco más amplias que las de nuestro país, puedo decir que tal situación no ha acabado ni ha mejorado, ni mucho menos. Países con los que hacemos boyantes negocios, objeto de orgullo y satisfacción en muchos sectores y de los cuales me alegro en tanto que el mero hecho económico, siguen lapidando a mujeres -por ¿relaciones prematrimoniales?- o matando de crueles formas a apenas adolescentes que manifiestan su amor o su pulsión sexual con individuos de su mismo sexo. Esto, que debería dar para una reflexión bien seria sobre qué mundo queremos y con qué instrumentos lo pretendemos, es una realidad a día de hoy, sin utilizar el pasado, en un buen número de países.

Con todo, está presente el mismo hecho subyacente, el de odiar. Odiar a uno porque te has cruzado una vez en su camino y no te cayó bien, u odiar a todos porque, fruto del tópico y de la falta de un conocimiento detallado, hay quien aplica etiquetas absurdas para clasificar a las personas. Y esto, que nunca funciona, siempre dice muy poco del que así razona. Odiar es perder el tiempo y, a la vez, proyectar las frustraciones de uno sobre los demás. Odiando nunca se arregla nada y, en cambio, suelen pudrirse definitivamente los problemas. Y las vidas, claro está.

La falta de conocimiento produce miedo. Y el miedo lleva al odio. Es la espiral que genera todas las fobias, y que hace que en nuestro mundo haya más sufrimiento y menos libertad, menos concordia y más desgracias individuales y colectivas. Si las personas se esforzasen y tuviesen la oportunidad de conocer a los demás y su contexto un poco más y mejor, muchos problemas tendrían una más fácil solución. Y todos viviríamos en un entorno más sano, con menos odio.

Hay quien odia a homosexuales y transexuales, y por eso está vigente el mantener en el calendario días como el de ayer, 17 de mayo, Día Internacional contra la Homofobia y la Transfobia. Y hay quien odia o, al menos, mira con recelo -y ayer también fue el Día das Letras Galegas, una jornada de loa y reconocimiento a nuestra literatura y autores en galego- a quien prioriza en su vida el uso del gallego, del castellano o de la lengua de Shakespeare. Por odiar, que no quede, y siempre hay quien basa los pilares más enraizados de su existencia en un fuerte sentimiento identitario armado de tal guisa -sea este un cliché heterosexual u homosexual; la transexualidad, la expresión de una realidad cultural; la raza blanca, negra o a topos de colores; ser mujer u hombre, etc...- que, a partir de él, se las ingenia para odiar a los demás. Y, así, fundamentalmente se estropea la posibilidad de convivir en paz y de que nos centremos en lo que verdaderamente importa, que no es otra cosa que vivir en paz y en libertad, construir una sociedad más justa y avanzar en lo colectivo.

El 17 de mayo es también el Día Internacional de las Telecomunicaciones y de la Sociedad de la información, el día de internet. Una poderosa herramienta que nos está cambiando la vida, y que podría suponer un gran revulsivo en el empeño de fomentar el conocimiento y, así, contribuir a la reducción del odio. Desgraciadamente, internet tiene también su otra cara, la que propaga la falacia, el insulto o la simplificación extrema, la que instila odio y predispone a los demás contra terceras personas o la que sirve para coordinar nuevas formas de extender el odio, a veces incluso como un antídoto contra la vacuidad y el aburrimiento.

Ojalá los próximos 17 de mayo haya menos fobias de todo tipo, utilicemos internet como esa gran herramienta que jamás soñaron nuestros padres y que nos da posibilidades aún ni siquiera exploradas para crear una sociedad mucho mejor, y cuidemos mejor nuestra lengua gallega, que junto con la castellana son dos valores seguros y complementarios de una riqueza lingüística de la que somos depositarios, beneficiarios y custodios...