Este artículo quiere ser, sobre todo, un antídoto contra los tópicos basados en el gentilicio. Porque, a día de hoy, hay quien sigue pensando que los gallegos son de esta forma, los andaluces de aquella otra y los catalanes así y del otro modo. Puro estereotipo, que no resiste el más mínimo examen exhaustivo basado en la objetividad. Cada uno es cada quien y su forma de comportarse con los demás viene marcada por su personalidad, su experiencia y, sobre todo, por su grado de respeto hacia las y los demás. Lo otro, salvo ciertos rasgos culturales cada día más difuminados por aquello de la mezcla y la globalización mayor, es puro chascarrillo, y no se sustenta de forma alguna bajo la lupa de la realidad.

Hoy les traigo esta reflexión cuando todavía sigo impactado por lo que vi ayer en el mercado donde habitualmente hago la compra. Miren, allí asistí estupefacto a la irrupción de una familia centroeuropea que, llegados al puesto donde yo generalmente compro, se abalanzó a tocar cada una de las piezas de una caja de kiwis. El que supongo que era el padre y los dos hijos, bajo la atenta mirada de la que hacía el papel de madre, amasaron con contundencia la fruta, ante un profesional de la venta que no fue capaz de articular palabra por la sorpresa y la inmediatez de tal acto, y ante mi clara expresión de sorpresa y malestar. Uno, por la falta del más mínimo respeto hacia los demás con ese gesto. Y otro, porque si uno se toma la molestia de comprar fruta bastante más cara que la de otros lugares es porque espera una mayor calidad y, además, que se eviten ciertas prácticas que terminan por arruinar lo que, al final, vas a llevarte a casa. Y una de ellas, sin duda, es esa costumbre tan sorprendente de amasar y hasta clavar las uñas en lo que, finalmente, no vas a adquirir.

Pues ya ven, procedente seguramente de la meca de la civilización -Centroeuropa- la familia en cuestión no dudó en pasar sus dedos por tales artículos a la venta, que finalmente no fueron a parar a su mesa. Y es que, después del episodio, los susodichos continuaron su minucioso trabajo de inspección en otros puestos, lejos de mi mirada y de las más mínimas normas de cortesía e higiene. Algo absolutamente impensable en los pulcros y normativizados mercados de su país de origen, pero que tales visitantes pensaron que aquí no era indispensable. Ya ven.

Lo mismo me ha ocurrido cenando, por ejemplo, en algún restaurante en esos mismos países, o haciéndolo aquí al lado de mesas ocupadas por ciudadanos de allí. Yo, el español supuestamente gritón y zafio, hablando con tal volumen que fuera de mi mesa nadie me oía. Y algún ciudadano o ciudadana de esos mismos pagos donde campa el respeto, alterando el orden público con sus carcajadas o su violenta disertación sobre uno u otro tema.

No se engañen. La educación es muy personal, y no entiende de códigos postales ni de otras características taxonómicas con las que queremos compartimentar a veces nuestra sociedad global. Y cuando digo educación me refiero, sobre todo, a esa educación no orientada a lo engolado y a lo superfluo, sino a la que atiende a hacer más fácil la vida a las y los demás. La educación como puente al confort y la tranquilidad del otro, su bienestar y la preservación de su espacio.

Así, hay personas que se dedican a tocar la fruta, en sentido literal y figurado, en todos y cada uno de los países de Europa y del mundo. En Addis Abeba me he encontrado a personas encantadoras, independientemente de sus posibles económicos y de su estatus social, y en el mismísimo Pedralbes he alucinado con la falta de respeto de unos y otros. No sé si habrán llegado a la misma conclusión que yo o no, fruto de sus propias experiencias, pero yo cada día tengo más claro que lo de ser más o menos considerado es, sobre todo, una cuestión de sensibilidad personal.

No hace falta que les diga que no he comprado kiwis hoy. Y es que me niego a llevarme a casa, en la medida de lo posible y mientras tenga conocimiento de ello, mercancía alterada, lastimada o vilipendiada por los demás ante mis propios ojos. Tampoco suelo callarme ante el atropello, aunque a veces esto lleve a situaciones verdaderamente peligrosas o violentas. Y, si no, que se lo digan al chaval que estos días, en nuestra misma Galicia, terminó con múltiples traumatismos y la cara destrozada por defender a una persona desconocida de la acción cobarde y cruel de unos terceros, ciertamente poco preparados para vivir en convivencia y ante los que la Justicia tendrá que actuar.

¿Les parece extraño que empiece hablando de personas que no dudan en tocar la fruta que será de los demás y termine hablando de agresiones violentas? A mí no. Les diré que, para mí, tocar y retocar la fruta sin importarte lo más mínimo que se la vayan a comer los demás es, para mí, el primer paso de una escala de ninguneo al otro en la que incluyo también la temeridad al volante, de la que hemos hablado tantas veces, o tantos otros desatinos que, por qué no, pueden culminar en lo que les relato acaecido en Callobre... Y eso puede pasar y pasa aquí, en Kuala Lumpur o en la mismísima China, siendo un tema muy de cada forma de ser y no tanto de ese gentilicio que, desgraciadamente, tantos chistes ha propiciado y que no es más que tópico en estado puro, sin más. Quien es sensible hacia los demás lo es independientemente de donde viva y donde haya nacido, y la mejor prueba de ello es que en todas partes hay personas sensibles hacia los demás y otras cuyas acciones evidencian todo lo contrario. Y, si no, que se lo pregunten a los kiwis...