Buenos y casi últimos días de julio disfruten ustedes. De verdad. En nada será agosto, el mes de verano por excelencia en nuestro país en lo tocante a lo simbólico y al funcionamiento de las instituciones. Pero también el mes frontera, a cuyo término enseguida se volverán a abrir las escuelas, los días serán mucho más cortos y un nuevo ciclo otoñal estará casi a punto de verificarse. Es por eso que les deseo tal disfrute de estos días, que por mi parte serían más satisfactorios si los termómetros fuesen un poco más contenidos...

Pocas o ninguna vez me han visto ustedes hacer análisis político puro y duro, a no ser que el hecho que comento tenga unas consecuencias en la esfera de lo social verdaderamente importantes. Que afecte a las personas, vaya. Y es que, por el contrario, si la cuestión solo tiene que ver con la estrategia de cada cual, o con la forma de presentar la realidad por parte de las diferentes formaciones, no me interesa demasiado. ¿Por qué? Bueno, supongo que porque he creído siempre que, pensando las formaciones en clave de lo que les va bien y va mal para su propia pervivencia y mejora en el seno del elenco de partidos, se puede llega a desvirtuar, a veces, la importante labor de servicio público que debería presidir todas las acciones de todos esos estamentos involucrados en lo político. Y, consecuentemente, ni ello atrae mi atención como comentarista ni me deja indiferente -más bien, incómodo- como ciudadano.

Pero creo que todo el mundo es consciente de que el conjunto de hechos acaecidos -y no acaecidos- después de la celebración de las pasadas elecciones de diciembre y mayo, sí nos afecta a todas y a todos. Llegados a este punto, cabe la posibilidad de continuar en una serie infinita de elecciones y nueva composición para el Congreso, como aquellas que estudiábamos en Análisis Matemático. Cabe incluso la posibilidad de, si el comportamiento del electorado siguiese un patrón más o menos estable que ligase el número de la elección y con el número de diputados para cada formación, predecir el término general para los diferentes escalones de tal errático proceso.

Fantasía y chascarrillo aparte, la cuestión es seria. Y es que no puede confundirse el natural ejercicio de conformar las mayorías que puedan surgir, según las reglas bien claritas en la norma vigente, con el estado de campaña electoral permanente y perpetua en el que suelen gustar atrincherarse nuestros políticos. Hoy eso ya no toca, decía Rajoy, y en eso le doy la razón plenamente. Ahora, con los mimbres que haya, del color que sea y lo que le guste o le disguste a cada cual, toca mover ficha. Y, además, sin dilación y con la conciencia puesta únicamente en un período máximo de cuatro años, en el que tampoco se puede obviar que, fruto de la composición de las Cortes, y con los Reglamentos y todo el corpus jurídico pertinente en la mesa, también hay instrumentos suficientes para cambiar lo que ahora se inicie.

Es por eso que, o se verifica una coalición de la izquierda, difícil por la posición muy diferente de algunos grupos nacionalistas y el Partido Socialista en cuanto al devenir de la llamada cuestión catalana, o la única posibilidad es un gobierno más o menos en minoría del Partido Popular, con apoyos puntuales en la investidura de grupos ideológicamente más afines, y pactos más o menos estables con diferentes formaciones para el conjunto del mandato.

El PSOE, con muy buen criterio, ha tenido claro desde el principio que no puede involucrarse en un Gobierno que le haría perder definitivamente su lógica diferencial respecto al Partido Popular, y que convertiría automáticamente a Iglesias en jefe de la oposición y dejaría sin discurso futuro a Sánchez y sus sucesores en muchos años. Pero eso, legítimo y muy razonable, puede ser obviado o suavizado en lo tocante al necesario proceso de investidura. Porque, si no es así, nos vamos a unas terceras. Y eso sería grave y no estaría justificado, salvo que estas trajesen consigo un verdadero cataclismo renovador en absolutamente todas las formaciones políticas concurrentes a dicho proceso.

Y es que, si hay terceras, Rajoy, Sánchez, Rivera, Iglesias, Garzón y unos cuantos más deberían comenzar el proceso yéndose a casa. ¿Por qué? Por dos cosas. La primera, porque habrán demostrado que España va por el camino más tortuoso posible de los que hay a partir no ya de dos, sino de tres elecciones. Y, la segunda, porque nadie es imprescindible, y quizá ellos no estén entonces a la altura. Y ya que se pediría un nuevo esfuerzo a los votantes y al erario público dotando a este panorama de un acto más, hay que empezar por ahí. Ya es bastante sospechoso que absolutamente nadie de ellos se haya desmarcado del primer nivel en este segundo episodio, pero achaquémoslo a la novedad del momento y a la falta de experiencia de nuestro sistema. Dos sí, pero tres de ninguna manera. Si lo dicho acontece, o los partidos verdaderamente se renuevan y lo que se ofrece al pueblo soberano es otra cosa, o habrá unos resultados más o menos parecidos y una gran sensación de fracaso. No de los unos o de los otros, sino del sistema, que es peor. Y eso no nos lo podemos permitir, que a base de corrupción, alejamiento de la realidad y otras lindezas bastante deteriorado está ya el pobre...

Con todo, lo dicho. Primera idea: sean felices lo que queda de julio y el próximo mes de agosto. Segunda idea: pónganse de acuerdo los partidos, o bien para permitir un arranque de Gobierno del PP en minoría con determinados pactos, o bien para explorar de verdad alguna otra vía -que a día de hoy veo compleja por los escollos de calado en la misma-. Y, tercera idea, no prosigan en su enroque unos y otros, que ni el resultado de todo este embrollo ha de ser perfecto ni, sobre todo, el ideal para cada uno de ustedes. Se trata de empezar a andar, como sea, y ya las dinámicas parlamentarias y la posterior afección y desafección entre 350 compañeros de viaje producirá el resto, afinará los posibles encuentros y decantará capacidad de acción, vetos y problemas. Pero sepan ustedes, a modo de corolario, que si ni aún así son capaces, entonces lo propio es que se vayan para casa y que, si tenemos que volver a votar, todo sea verdaderamente diferente. Porque ni nos podemos permitir mucha más épica ni es de recibo tal remedo de serpiente de verano...