Primer artículo del otoño de este año 2016. Una época especial, de la que ya les ha contado otras veces que me fascina su luz. Y no es que el verano o el invierno, fronterizos con esta estación, no puedan ser fantásticos. Pero si algo caracteriza al otoño, por encima de cualquier otra connotación, es su magia. Y es que su luz tamizada, su paleta de colores única y la serenidad de un aire ya no castigado por los rigores del verano, pero tampoco por lo tempestuoso del invierno, llegan a hacerlo sublime.

Otoño es tiempo de higos, de uvas, granadas, mandarinas y de setas. De largos paseos por un campo verdaderamente bello, en el que se manifiesta con plenitud la necesidad de los árboles, ante la próxima llegada del frío, de renunciar a toda la vida desplegada en la primavera y exhibida en verano, para recogerse en la intimidad de su esencia, sustituyendo clorofila por taninos y, finalmente, despojándose de la hoja. Un elemento que se incorporará al suelo, cubriendo caminos y tapizando el bosque de una crujiente sensación que lo convierte en especial.

Soy de los que piensan que tratamos injustamente al otoño. Y es que a veces, equiparando la luz y el calor exagerados del verano con la plenitud, se identifica a su muy digno sucesor, el otoño, con un período de decadencia. Y, cuando esto sucede, se obvia el detalle de toda la belleza, inconmensurable, presente en estos días de sosiego y vida lenta. Injusta metáfora, claro, si tenemos en cuenta que el recogimiento que se opera en otoño está en la esencia, la causa y la finalística de la ulterior explosión de vida en la primavera.

Otoño tiene sus propios ritmos y tempos. Y sus atributos diferenciadores, exactamente igual que los acaecidos cíclicamente en agosto en clave de vacaciones, o en diciembre con la celebración de la Navidad, el Solsticio de Invierno o el año nuevo. Y uno de esos mantras que se repiten cada otoño tiene que ver con el mundo y su organización. Y es que cada otoño tiene lugar una nueva Asamblea General de las Naciones Unidas y, de la mano de tal organización plurinacional, cada 21 de septiembre -en el filo entre verano y otoño- celebramos el Día de la Paz, auspiciado también por Naciones Unidas. Una jornada, esta última, dedicada al fortalecimiento de los ideales de paz, tanto entre los diferentes pueblos y naciones, como entre los miembros de cada uno de ellos. Una apuesta pertinente, necesaria e importante, sin duda, pero cuya traducción práctica en términos de la vida real se hace desear.

Porque, una vez más, hemos celebrado un nuevo paso del verano al otoño en medio de procesos bélicos cruentos y cronificados, donde la Humanidad sigue desangrándose y, como siempre, donde los más vulnerables cargan sobre sus espaldas las consecuencias más terribles de todo tipo de hostilidades. Libia, Siria, Afganistán, Sudán del Sur, Yemen, Sahara, Pakistán, India, Birmania... Demasiadas fotos fijas, dramáticas y luctuosas, y casi ningún progreso. Suma y sigue.

Como digo, Naciones Unidas y sus 193 estados miembros vuelven con el otoño a su rutina de la reunión de alto nivel, pero donde la escasa orientación a resultados hace brillar por su ausencia, una vez más, cualquier atisbo de resolución potente con capacidad real para mejorar tantas penurias e injusticias. Más elementos en el paisaje, que sí se me antojan caducos y relacionados con la decadencia de una sociedad global que, pareciendo perdida la ilusión de ponerse de acuerdo en lo importante, se dedica a hacer que hace para no hacer, a costa de mantener estructuras cuya operatividad y rentabilidad en clave de desempeño son francamente bajas.

Me quedo, dicho lo dicho y visto lo visto, con el disfrute del otoño. De sus tonos y sus sabores. De su especial luz y punto de vista. De sus frutos y de lo esponjoso, mágico y tranquilo de sus caminos. Lo otro seguirá igual en invierno, primavera y verano, y así hasta el infinito si no hay cambios... Y es que, aunque las estaciones cambien y se sucedan los discursos y las Asambleas, hace falta mucho más para no seguir con lo mismo esperando resultados diferentes... Sin que podamos tener demasiada fe en una dialéctica demasiado alejada de la acción. Sonidos de otoño, cada año, un tanto reiterativos, previsibles y... vacíos.

Al menos nos quedarán los higos...