Desde fija en la memoria el gesto resuelto de aquel crío holandés de unos 8 años que muestra a sus oponentes una rabiosa peineta. La he visto muchas veces, cada vez que se quiere informar sobre cómo se extralimita la rivalidad futbolera entre aficiones. Los chavales aprenden todo lo que ven y oyen, por eso dicen y hacen lo que quizás no han visto ni oído en sus hogares. O a lo mejor sí. Y a los hechos me remito. En los partidos de fútbol, ya en competición, para categorías infantiles, es muy frecuente que los padres acompañen a los críos para animarles, y además para llevarles las descomunales bolsas deportivas en las que guardan la equipación completa sin faltar detalle. ¡Cómo se ha mejorado! Pues bien, conforme compiten los chavalines de 6 añitos, los peores gritos, insultos e improperios parten de algunos padres y también de ciertas madres. Y no se trata de familias de extracción baja ni ruda, sino de parejas acomodadas y cultivadas, profesionales ellos y ellas, que pierden el norte cuando del deporte de sus hijos de trata. Y ese mal ejemplo es el peor, porque viene justamente de los papás, y vete a decirles a los hijos que eso está mal.