La semana pasada asistimos a un espectáculo absurdo sobre unas declaraciones inéditas off the record de Suárez hablando de la monarquía. Los que tienen, tenemos, la memoria más o menos en funcionamiento recordamos que había quedado "atado y bien atado" ese fleco, antes de que se diese por muerto oficialmente al dictador, con la oposición de los sectores más retrógrados del régimen y del ejército. La izquierda dio el asunto por amortizado para centrarse en temas de más enjundia y posibilismo; el PCE se sinceró sin vergüenza, apuntalando la transición, y el PSOE jugueteó al radicalismo de mentirijillas; hasta en la ponencia constitucional fue de farol.

Faltan algunas verdades de Suárez, en alguna ocasión ya recordé la existencia de una entrevista inédita de Vázquez Montalbán a Suárez, que -desaparecidos ambos- tendría que ver la luz.

Pero parece que se sigue acudiendo a mentiras interesadas o posverdades, como se les llama últimamente con ese neologismo (continuador de selfie, vapear y emoji) en una época la en que los hechos cuentan menos que la emoción, a cuenta de Colombia, el Brexit o Trump; pero que si lo pensamos bien, mentiras como esas ya formaron parte de nuestra educación sentimental y quizá de nuestra castración sentimental nacionalcatólica. No hace falta acudir a las posverdades de relatos infernales traumáticos en la infancia, porque hoy intentan bastantes monseñores recuperar llamamientos a la emoción, olvidando la razón.

Sin duda estos juegos forman parte del deterioro democrático del que muchos culpan a las redes sociales, que sí difunden exponencialmente mentiras, pero mentiras o posverdades que alguien creó. El debate en democracia consiste en persuadir mediante la palabra, y no hay argumentación que valga si se basa en falsedades. La tecnología y los medios no existen aisladamente, ayudan a configurar la sociedad y son modelados por ella. Esto significa comprometerse como ciudadanos libres e iguales, hacer rendir cuentas al poder y asumir la responsabilidad de crear sociedad democrática.

Algo así ya lo vimos cuando nos impusieron otra posverdad, la posmodernidad, cuando no habíamos vivido la modernidad, todo era deconstrucción, alternativas, perspectivas, indeterminación, descentralización, disolución, diferencia? la muerte de la utopía. Logré entenderlo gracias, otra vez, a Vázquez Montalbán: "No asumo una posmodernidad ahistórica, y por eso planteo la necesidad de recuperar la voluntad de un cambio histórico, la posibilidad de un futuro que la posmodernidad nos había negado", sobre todo leyendo El pianista (1985), en la que destaca una reflexión ética sobre el papel del artista en la sociedad y una respuesta a la avanzadilla posmoderna. Una novela en tres períodos, la Barcelona de los ochenta; la ciudad en plena posguerra y, por fin, París en julio de 1936; el personaje del pianista como hilo conductor, como testigo, actor y sufridor de los distintos tiempos y acontecimientos históricos.

Cierto apego a la verdad resulta esencial para la salud de la democracia. Cuando la verdad pierde, no puede haber más democracia.