Evidentemente Juan Eduardo Zúñiga no empezó a escribir en 1980; pero para mí, sí; en aquel momento la curiosidad se podía ir curando con lecturas, con novedades que iban saliendo. Recordemos que al final del franquismo esperábamos que saliesen de los cajones de escritorio multitud de obras que no habían podido ser publicadas y tal avalancha, que pudiera recomponer nuestro pasado, no existió. Tampoco existía terreno seguro por el que pisar, la fragilidad obligaba a buscar verdades en otras fuentes.

Aún en aquellos años la guerra civil seguía siendo tabú, se estudiaba mal, los secretos familiares seguían ocultos, se precisaba alimento escrito, el realismo de Arturo Barea, Max Aub? iba quitando legañas y de vez en cuando soplaba aire fresco como fue el caso de J. E. Zúñiga que en ese año publica Largo noviembre de Madrid, al conocer el premio recordaba lecturas posteriores, pero necesité comprobar si aún conservaba aquella 1ª edición de Bruguera de 550 pesetas; costó un poco encontrarla, pero resistió las mudanzas.

El autor tenía siete años en el Madrid de noviembre del 36 y los hechos dejaron huella, nos lo demostró a lo largo de su vida, como maestro del cuento, con esta tragedia como su principal materia narrativa. "La guerra civil me llegó en un momento terrible, tan joven, me hirió, me perjudicó mucho, a una mente joven, (?). Yo no he podido olvidarlo y una parte de ello lo he recogido en mi obra", recuerda, aún con pesar, defendiendo la narración como reconstrucción de la memoria,

Hay una cita en el relato que abre el libro, Noviembre, La madre, 1936, que arroja un poco de luz sobre lo que estamos comentando: "nada se olvida (?) rehago pacientemente la foto rota en mil pedazos y recorro los caminos ilusionados de la infancia".

Los mejores relatos de Largo noviembre de Madrid son precisamente aquellos en que el autor ha reelaborado ese material de infancia fragmentado y recuperado. Esa creación aparece, por ejemplo, en la figura de la madre, el abrigo verde del refugiado que convive con las ratas en un Ruido extraño, o en la avaricia familiar desatada entre los dos hermanos que protagonizan Campos de Carabanchel. Forman parte de esa "foto rota en mil pedazos" el paisaje de escombros y cascotes de donde emerge como un fantasma un ciego, las calles a oscuras, los refugios atosigantes del metro y las lentejas cocidas flotando sobre el agua salada.

Sin embargo, el resultado es distinto en aquellos relatos en los que el autor no parte del recuerdo, sino que elabora materiales prestados y los recrea, el comerciante de armas del Hotel Florida, o los amantes que se citan al calor de la panadería en 10 de la noche. Cuartel del conde Duque, o la quintacolumnista que inunda el depósito de harinas.

El resultado es un fresco del Madrid sitiado, del cerco sobre las existencias de sus habitantes, anónimos antihéroes, pero con unos problemas humanos al alcance de los lectores todoterreno. La tragedia del sacrificio diario de vidas sirve de telón de fondo a los hechos sobrecogedores -como el ciego abandonado durante un bombardeo- que desfilan por cada relato.