Una costumbre que ya es ancestral, en la que está prohibida la amargura, hasta el punto de que la que existe se esconde para que no perturbe la apariencia de bienestar, de amabilidad obligatoria y una amnesia repentina en la certeza de las crisis y una trinchera que intenta aislar los miedos que se han instalado en la sociedad.

Nos cuentan que vamos de aúpa y que para seguir así hay que culminar las reformas, vocablo este vinculado inexorablemente a recortes en el sistema de vida, a supresión de servicios del estado, a crisis financiera y a amenaza de colapso en las instituciones públicas.

Dicen que todo empezó con un problema puramente bancario y la epidemia ha llegado a las casas de la mayor parte de los ciudadanos del mundo occidental, en donde el efecto dominó amenaza con seguir tumbando fichas hasta que no quede ninguna. El drama de los parados sigue ahí, creciendo y arrojando fuera del sistema de subvenciones a quien cumpla los plazos. Gente desesperada en la cola de la sopa de la beneficencia.

Las reformas laborales facilitan los despidos, abaratan los salarios y empeoran las condiciones sin subir la contratación. Se prepara una reforma de pensiones para trabajar más años en un sistema que es incapaz de incorporar a los jóvenes al mercado laboral.

Todas estas contradicciones culminan en ayuntamientos y comunidades autónomas que están a punto de colapsarse por falta de financiación. Eso sí, los trenes de alta velocidad corren como locos por España, también en Navidad, aunque su destino sea, dentro de poco, ninguna parte.

Sigue habiendo jamón de cerdo ibérico, incluso dicen que ha bajado de precio por sobreproducción. Hay cursos de cortador de jamón y las gambas de Huelva y las nécoras gallegas salen de las pescaderías como si estuvieran ansiosas por llegar a las mesas. Es Navidad, un paréntesis en la tragedia que se avecina. Es obligatorio disimular.

Aún puede ser peor si eres supersticioso por la sencilla razón de que este año no se ha producido el milagro de la sangre de San Genaro, a pesar de contar con la presencia del papa Francisco, la sangre se ha mantenido en su estado sólido, lo cual se puede interpretar como un mal augurio e incluso como el vaticinio de una catástrofe. Podría ser una inminente erupción del Vesubio; pero más me inclino a pensar que los desastres vendrán acompañando a un 2016 que se apaga con un redoble de tambores, la crisis económica ya es política y llena de incertidumbre con elecciones en Holanda, Francia y Alemania, quizá también en Grecia e Italia, las instituciones europeas y los think tanks temen ahora que la escalada de violencia deje huella a corto plazo en los comicios, con la extrema derecha al alza y el peligro de que los principios y valores de los últimos sesenta años salten por los aires en sociedades que eran abiertas y ahora dispuestas a ceder derechos a cambio de un incierto ecosistema de seguridad y defensa en el que nos integran.