Debate en los Comunes, la diputada de la oposición Nancy Astor

interpeló a Churchill en alto y con buen tono:

-"Sr. ministro, si Vuestra Excelencia fuese mi marido, yo pondría veneno en su café".

Churchill, con mucha calma, se quitó los lentes,

y en aquel silencio en el que todos estaban esperando la respuesta exclamó

-"Y si yo fuese su marido, me tomaba ese café".

Supongo que ya hemos hecho la digestión de la moción de censura, una penita -no me digan que no-, dejando de lado los contenidos, si los hubiere y tratando de analizar qué debería ser un debate, sospecho que vamos paso a paso al funeral del parlamentarismo.

Ya no pretendo ver un Parlamento en que se hable leyendo lo menos posible y que los interpelados traten de entender lo dicho y responder. Eso ya no existirá; pero me rebela que los debates parlamentarios sean mítines solapados, intercalados, dirigidos a nosotros, potenciales consumidores de los mismos en YouTube o en cualquier otro paraíso nebuloso. Al final acabamos hartos de los fragmentos más irrelevantes en los que un orador acostumbra a engrillarse con la sintaxis y emitir frases agramaticales, un boxeador sonado da palos de ciego, creyendo dar palos de vidente, que diría Benedetti o los menos representativos que aprovechan sus escasos minutos para hablar de su libro y que su paisanaje se entere de que lo adora cuando hay cámaras.

En democracia, las normas de educación son una conquista de la civilización. Las reglas de urbanidad no son algo anacrónico o elitista; sino, muy al contrario, un elemento imprescindible para las relaciones entre personas y organizaciones en las que se actúa sin que se produzca la más mínima perturbación de la "tranquilidad de ánimo" necesaria para el intercambio de pareceres políticos. Aunque no falten en la historia el caso de los Estuardo, el Reichstag alemán o los girondinos de la revolución francesa.

Mas para transpirar respeto no llega con tratarse de señoría, si a continuación aparece el insulto más o menos grueso, se equivocan si creen que les admiramos más si no llegan desahogados de casa, creen que están en fútbol y el de la bancada de enfrente es el árbitro. Las paredes del Capitolio, del Bundestag, de Westminster no escucharán palabras como cobarde, golfo, mentiroso o traidor; como mucho, a un diputado ebrio se le puede decir que sufre una fatiga inusual.

Disfrutamos de algunos gallos de pelea en nuestras Cortes que se sienten aguijoneados por su afición y cuando caminan hacia la tribuna de oradores imaginan estar sorteando las cuerdas del cuadrilátero. Es más, sostengo que, una vez electos, los destinados a la intervención frecuente e iracunda tendrían que hacer unos meses de Erasmus en alguna cámara civilizada, para que al regreso fuesen capaces de hilvanar discursos sin descalificaciones personales, sin argumentos ad hominen que no esconden más que pobreza intelectual y más ansias de lucirse en la arena circense que en el ágora del debate.